Uno de los alicientes que para mí tienen las fiestas navideñas es el de pasar unos días en mi ciudad natal. Ahora que llevo año y medio de vuelta en tierras gallegas, donde hace una década que me afinqué, el sabor de un paseo por las calles de mi infancia y mi juventud es diferente. Como unas lentejas bien reposadas del día anterior, que dejan mejor paladar que recién hechas, los viejos aromas de La Isla mueven las entrañas y estiran los labios en una sonrisa que cabalga entre la niñez y los años que vamos cumpliendo. Y es que este regusto que deja el guiso de una visita a San Fernando cuando se vive fuera lleva un condimento que sólo el tiempo y la ausencia pueden espolvorear sobre estos días de asueto isleño: la nostalgia.
Hace unos días paseaba desde la Casería, una vez más, viendo ese Cementerio de los Ingleses que da nombre a esta columna y que se sigue cayendo a trozos sin que nadie haga nada. Tanta gente diciendo que se borra la historia por cumplir la Ley de Memoria Democrática pero nadie mueve un dedo ni invierte un duro por un patrimonio histórico que el tiempo está demoliendo. Lugar emblemático de las Cortes de 1810, sí, pero al que no se puede entrar por peligro de derrumbe. Cosas de políticos, supongo. Seguí mi camino atajando por el solar de la Fábrica San Carlos, que sigue baldío y convertido en vertedero no oficial; es verdad que se ataja para llegar a la calle Juan Sebastián Elcano, previo paso por Luis de Ossio, pero esquivando escombros, basuras y no digo tramos quemados porque es invierno.
Llegando a la calle Elcano, la Farmacia Ortus me recuerda a cuando llegué a este barrio hace 37 años y la botica se situaba unos doscientos metros más hacia la playa, en la misma calle. Sigo mi camino y veo los dos renos luminosos que hay en la rotonda de la estación. Comento con mi hermano que hacía tiempo que no veía luces navideñas por la zona. Él me contesta que “la alcaldesa sabe dar pan y circo”. Por no discutir, callo mientras pienso que también criticaría que no estuvieran esos renos de luces. Sigo por la Glorieta, recordando el Bar la Maestranza, sito donde ahora queda el local vacío de un supermercado que se trasladó hace un par de años. Sigo por San Rafael, viendo en mi mente algunos locales de mi infancia que ya no están. En otros, no consigo recordar qué había. Aunque resistan la papelería Los Ángeles, la panadería que hace esquina con Juan de Austria o la farmacia que en otros tiempos conocíamos como Matute.
Transito brevemente por la calle Colón, recordando Deportes Espada donde ahora hay un comercio de productos para animales. Paso hacia la calle Rosario y Blanco sigue estando ahí. No siempre el tiempo puede con todo. Las terrazas están llenas, hay tanta gente que casi no me deja ver los escaparates ni los trajes de El Siglo, aunque sí me doy cuenta de que faltan uniformes militares en sus vitrinas. Llego hasta el Centro Obrero, donde aprendí mecanografía como toda mi generación. Me gusta más cómo se ve ahora la Iglesia Mayor; aparte, a pesar de los años que hace ya, me sigue resultando raro ver la calle Real sin coches y con las catenarias del tranvía. Parece que fue ayer (16 años hace) que bromeábamos con eso en el cuarteto Arde Roma (2009), de la gran Manoli de Los Santos. Y sí, me acuerdo de que fui durante varios años socio de la Peña Los Catavinos.
Y no me queda espacio para seguir contándoles esta vueltecita cañaílla que hoy quería compartir con ustedes, pero qué les voy a contar que no sepan. En ese paseo recobré por un rato lo que significan estas fechas..., viendo que la vida sigue, aunque sea dando al alma mazapanes de nostalgia.