Arcos

“Cuando un hombre pierde un sentido se desarrollan los demás”

Entrevista con Emilio Durán, escritor

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  • Emilio Durán -

Escucho un trapicheo de sonidos en el portero automático y cuando bajo me lo encuentro en la casapuerta. Mira sin ver, como si sus ojos hubiesen llegado a los últimos confines de la luz, donde la luz se vuelve y ya no es luz, sino luz negra. Sus ojos brillan pero están fijos, obstinadamente fijos. Se ha quedado ciego él, que era todo ojos, que se pasaba la vida mirando la belleza en el paso airoso de las mujeres, o en la sanadora palabra de unos versos. Lo trae la mano amiga de María Josefa Gómez, la viuda de nuestro inolvidable Pérez Regordán, y después de la lógica sorpresa y del abrazo algo cortado  nos sentamos en el patio.


Emilio Durán no ve, pero me dice que nota que estamos en un espacio aireado, lleno de ventanas. Le digo que acierta, y que además nos miran cuadros llenos de luz, de luminosos azules, salidos de las paletas de pintores de Arcos. Con él viene una mujer, Cristina, que se presenta rápidamente como la mujer de Miguel Rubio, un editor sevillano.


De Emilio Durán tengo en mi casa unos cuantos libros, la mayoría de ellos publicados en “El carro de la nieve”, una editorial que él mismo dirigió. Le digo que de él, sobre todo, recuerdo un plano sentimental de Sevilla y unas cartas a una condesa donde demuestra su fidelidad a la poesía amorosa y su pasión vital. Se sorprende de mi memoria, creo, y me dice que acaba de ganar un premio de novela, el “Tiflos de novela”, que convoca y premia la Organización Nacional de Ciegos.
Emilio me mira mirando a un punto fijo y yo lo miro a los ojos muertos, a la luz condensada de sus ojos que son ojos porque yo nos veo, pero no porque me vean a mí.

¿Y cómo se llama la novela, Emilio?
—Se llama “Final de julio”, una historia de decepciones, de desilusiones. Aparecen algunas personas que tienen su correspondencia real. Alguno se ha dado por aludido e incluso se ha enfadado conmigo. Pero es lo que yo les he dicho: “si te das por aludido qué quieres que yo le haga?”.


¿Un Premio de la ONCE” es importante? Pregunto.
—Hombre, claro. Es muy importante. Lo que no entiendo es por qué a los concursantes ciegos nos pagan menos que a los que no lo son. No lo entiendo.


¿Cómo se ve en la oscuridad? ¿Tienes miedo?
—Cuando un hombre pierde un sentido desarrolla extraordinariamente los demás. Yo no veo, pero me basto solo. Cocino, vivo solo. Tengo dos asistentas que, desgraciadamente, son Licenciadas. Así está España. Son muy cultas y a veces hablamos de literatura. También mis hijos me visitan, revisan mis escritos, pero fundamentalmente estoy solo. Todavía no me he caído al suelo, escribo. Soy un hombre de ochenta y uno años que vive solo, nada más.


Ochenta y un años y ciego.
—Bueno, sí. Pero sin miedo. No le temo ni a la oscuridad, ni a la soledad.


¿Ni a la muerte?

—Ni a la muerte. No tengo fe. No creo, pero no tengo miedo.


¿Cómo escribe un ciego?

—Me han bajado un programa que se llama NUDA, que a la par que yo voy escribiendo me va dictando lo escrito. Así, si me equivoco lo corrijo. También leo, mediante un aparato que me va leyendo. De esa manera leo y escribo a placer.


La ONCE hace una gran labor con los ciegos, ¿es cierto?
—Sí. Aunque en mi caso he aprendido menos porque soy un indisciplinado. Podría haber aprendido a leer en Braile y no lo he hecho por indisciplinado.
 

¿Eres un poeta amoroso?
—Hombre, ¿y tú  me lo preguntas? Claro que sí. Creo en el amor. En el matrimonio no creo, pero en el amor sí. Con otras palabras: creo en el sentimiento no en la institución.
 

¿Cómo te definirías ahora, a tus ochenta años?
—Soy un ciego curioso.
 

Uno asocia la curiosidad con la vista, ¿cómo se puede ser ciego y curioso?
—Hay muchas maneras de curiosidad: el tacto, la música, el olor. La vida es una curiosidad constante. O no es vida.
 

Fuiste muy amigo de Antonio Luis Baena, el poeta arcense de “Alcaraván”.
—Sí. A Antonio Luis lo quise mucho. Fuimos muy amigos. Su muerte me dolió mucho.
 

Emilio sigue mirando sin ver. Sus ojos, como dos faros muertos, siguen fijos en algún punto de la pared del patio. Sus manos mueven el bastón de ciego con la destreza táctil de los ciegos. Como si estuviera leyéndome el pensamiento me dice que el bastón de la ONCE es muy hortera.
—Muy práctico pero muy hortera. Con él me paseo todas las calles de Sevilla. Porque yo vivo en el centro, en la calle Jesús del Gran Poder, pero me he buscado el dentista más apartado. Me gustan los grandes retos, ¿sabes?

Sí que lo sé, Emilio. Aquí se vuelven las tornas y resulta que es él quien me pregunta. Esto es el entrevistador entrevistado. Va y me dice:
—Oye, ¿tú sigues siendo comunista?

No, qué va. Ya me he curado.  (Se ríe con ganas y me dice que él ha sido falangista y comunista sin cortarse un pelo).

—Sí, Pedro. He sido falangista y comunista. ¿Y sabes por qué? Porque me gustan las ideas que pueden ponerse en práctica. No las ideas de salón, ni las utópicas. Lo que puede ser.

Fuiste un niño de la guerra, ¿verdad Emilio?
—Yo nací en el treinta y cuatro. Mi padre era militar y cuando empezó la guerra fuimos tiroteados por los anarquistas en Las Cabezas de San Juan. Mi padre siempre contaba que una bala me pasó muy cerca de la cabeza. Íbamos desde Sanlúcar a Sevilla y pudimos morir.

Yo conocí a Emilio Durán, entonces un hombre maduro y ávido, hace ya treinta años, en su madurez. Con su concurso y el de Antonio Luis Baena, tanto Pepa Caro, como María Jesús Ortega o Cristóbal Romero y yo, leímos en algunas tertulias que siempre acababan en los tabernones nocturnos de Sevilla, ante grandes carteles de toros. Tantos años después ha vuelto Emilio, octogenario y ciego, como digo, y la ironía de entonces se le ha multiplicado por mil, porque entre la ceguera y la vejez un hombre aprende que nada es tan importante. Dicho de otra manera: a esas edades y sin luz, un hombre sabe que sólo merecen la pena el recuerdo de alguna mujer, el son de alguna música o el eco de un poema, brillando en la memoria.

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