Acabo de ver La boda de Rachel: cine de autor estadounidense bajo la dirección de Jonathan Demme y por la que Anne Hathaway logró la nominación al Oscar a la mejor actriz. Hasta hace unos años nadie pensaría que los nombres de Demme y Hathaway pudieran aparecer unidos en una misma frase, pero la tambaleante carrera del primero -marcada por el éxito arrollador de El silencio de los corderos- y el apreciable riesgo asumido por la segunda desde que abandonó el universo Disney, han hecho que coincidan en esta dura, amarga, a veces lenta, pero, sobre todo, muy espontánea película sobre una ex adicta a las drogas que regresa a casa con motivo de la boda de su hermana. No obstante, y pese al atractivo de Jonathan Demme y Anne Hathaway, ha sido otro nombre el que ha reactivado mi interés hacia el filme, el de Debra Winger, secundaria de lujo excepcional de la función.
Debra Winger fue una de las primeras actrices de las que me enamoré perdidamente siendo aún un adolescente incipiente. Como la mayoría, la descubrí en Oficial y Caballero, aunque sería su papel en La fuerza del cariño el que terminaría por conquistar -lágrimas incluidas- al gran público y el que le abrió las puertas al estrellato definitivo y el que le permitió compartir cartel con Robert Redford en Peligrosamente juntos, una de las comedias románticas más lúcidas y entretenidas de los ochenta y con la que caí, definitiva e irremisiblemente, rendido a sus pies. Winger desbordaba en aquella película un encanto natural irreprochable e iluminaba cada escena con la luz de unos ojos que no han perdido ni un destello de su fuerza -es ella quien ilumina las escasas secuencias en las que aparece en La boda de Rachel-.
Sin embargo, Peligrosamente juntos fue, posiblemente, su único gran éxito de taquilla desde entonces. Sus convicciones ideológicas y su compromiso profesional con proyectos menos comerciales fueron mermando su aparición en pantalla. El caso de la viuda negra, El sendero de la traición y Todo el mundo gana fueron sus últimas apariciones en los ochenta, y, en buena medida, le valieron para ser elegida por Bernardo Bertolucci para un papel excesivamente comprometido para una estrella de Hollywood en 1990, el de la esposa de Paul Bowles (John Malkovich) en El cielo protector. Tres años más tarde realizaría su última gran película de éxito, la memorable Tierras de penumbra, antes de caer en un progresivo distanciamiento con el cine y, por supuesto, con el público.
En 2003, la actriz Rosanna Arquette la eligió como representante de una generación de actrices estadounidenses relegadas a un segundo plano por la dictadura de la taquilla para su película documental En busca de Debra Winger. Ese documental le devolvió algo de la popularidad perdida y desde entonces ha aparecido esporádicamente, y como secundaria, en algunos trabajos, el más reciente de ellos, La boda de Rachel, en la que nos ha legado una secuencia antológica -la de la riña con Anne Hathaway, puñetazo incluido- desde el punto de vista interpretativo, y en la que deja de manifiesto su compromiso con un cine muy diferente al que hace Hollywood y del que decidió renegar un día.