Hablillas

La semana de los insultos

La grandeza de la democracia está en saber ganar con elegancia y perder con dignidad, está escrito.

Las elecciones siguen ocupando los periódicos, las tertulias televisivas, las radiofónicas y también las de la calle. Sorpresa, decepción, alegría, tristeza, emoción, desdén son las consecuencias de la reflexión, de la opinión. Los resultados han satisfecho a unos y desencantado a otros, pero si por algo vamos a recordarlas es por la estela de insultos que aún se extiende pasada ya una semana.
La grandeza de la democracia está en saber ganar con elegancia y perder con dignidad, está escrito. Todos sabemos lo difícil que resulta aceptar una derrota, aceptar una realidad distinta a la esperada. En privado, sin testigos de vista, uno tiene derecho a expresar sus sentimientos, a desahogarse como le venga en gana, por ejemplo, con algo semejante a una pataleta infantil si se quiere. Pero en público el respeto debe primar sobre todo y más cuando por las razones que sean se está en el punto de mira.
Por estos días pasados han corrido los insultos y sin entrar matices lo que distingue al género humano es la razón, la educación. Estos votantes, desconocidos que no anónimos, han echado mano de la crueldad y de la maldad, del insulto que nace de la ofensa por creerse ellos superiores a los demás y otro votante les ha escrito una carta en la que expresa su hartura, carta que en poco tiempo se ha hecho viral en las redes sociales.
El dato nos hace reflexionar, nos lleva convencernos –por si quedaba alguna duda- de la pérdida irremediable de los duelos dialécticos, aquellos en que los interlocutores no necesitaban recurrir al grito o al gesto para decir lo que pensaban, para reclamar la atención de su oponente, del oyente y más tarde del espectador. Duelos que rescatan las primeras imágenes de las sesiones del Congreso de los Diputados, donde la voz de Presidente sonaba como un aldabonazo cargado mesura, cautela, respeto e incluso demanda de silencio. Comprobamos cuánto hemos perdido y cuánto estamos perdiendo, pero es más triste comprobar el empobrecimiento del lenguaje, la falta de sensibilidad cada vez mayor en el ser humano. Es como una coraza en la que choca esta forma de comportamiento. Quizás ello conlleva el uso y el abuso del insulto como medio de expresión, como seña de grupo.
Las distintas culturas que pueblan la tierra tienen una larga relación con el insulto, que según el tono adquieren peculiaridad. En el caso que nos ocupa, consultado el tratado de Pancracio Celdrán, concluimos en que los proferidos por estos votantes contienen los tres grados que los distinguen, a saber, la insolencia por la pérdida del respeto, el improperio por el daño de la palabra y la ofensa. Quien insulta muestra desprecio, por esa razón la injuria, afortunadamente, no está al alcance de todos. Mejor no replicar, mejor ignorarlos, como hizo Sócrates en una ocasión, quien además de recibir una patada exclamó: Si hubiera sido una coz, ¿me habría enfrentado al asno?
A menudo el silencio por respuesta no es un signo de cobardía sino de prudencia e inteligencia.

TE RECOMENDAMOS

ÚNETE A NUESTRO BOLETÍN