Si tienen la oportunidad de visitar Cuba en alguna ocasión, no olviden pasear por el interior del Hotel Sevilla, uno de los más emblemáticos de La Habana vieja. En sus pasillos cuelgan los retratos de muchos de los ilustres huéspedes que se alojaron en sus suites de corte colonial, sobre todo entre la década de los treinta y los cincuenta del siglo pasado. Entre ellos figura el de Errol Flynn. Si les acompaña algún guía improvisado o voluntario les comentará como anécdota que fue el famoso actor de Hollywood que presumía de tocar el piano con su miembro viril. Hay muchas leyendas en torno a la famosa dote: algunos aseguran que el tamaño era descomunal, otros que era normal y que, en ocasiones, utilizaba una prótesis para deslumbrar a las desprevenidas invitadas nada más entrar en el dormitorio. Es curioso, pero las últimas ocasiones en que me he encontrado citas referentes al legendario actor buena parte de ellas hacían alusión a sus atributos y no a su legado artístico. Este sábado se conmemora el centenario de su nacimiento y, el próximo octubre, medio siglo de su muerte. Sólo cincuenta años de vida en los que condensó todo tipo de experiencias, fruto de una vitalidad descomunal e ingobernable de la que el cine ayudó a plasmar su mejor versión. Seductor desde la cuna, Errol Flynn reflejó a la perfección el emblema del héroe galán, carismático y algo canalla que triunfó en la época dorada del Hollywood clásico, el que logró entretener a millones de personas desde la propagación del sonoro hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
Nacido en Tasmania (Australia) y criado en el seno de una familia de la alta sociedad, no sólo gozó de todos los caprichos que reclamaba, sino que por su posición pudo hacer todo lo que le dio la gana. De condición hiperactiva e indisciplinada, dedicó buena parte de su juventud -una vez expulsado de un prestigioso colegio británico- a recorrer el mundo, implicarse en todo tipo de aventuras y, finalmente, inclinarse por la práctica de todo tipo de deportes, entre ellos el boxeo, del que terminó cansándose, tal vez tentado por la posibilidad de hacer vida artística en Hollywood. Hasta allí viajó a principios de los años treinta, donde un cazatalentos le abrió las puertas de la Warner Brothers y logró que debutara como actor principal en El capitán Blood, dirigida por Michael Curtiz y en la que daba buena cuenta de la Armada Española. A ésta le siguió otra película de acción y aventuras, La carga de la brigada ligera, hasta que en 1938 se hizo con el papel que le consagraría definitivamente entre el gran público, el de Robín de los Bosques. Rodada en un maravilloso e inolvidable color, la película le puso en contacto con Olivia de Havilland, su pareja ideal en el cine, y fortaleció su vinculación con el director Michael Curtiz (Casablanca).
Sin duda, Michael Curtiz y Raoul Walsh -a partir de la década de los cuarenta- fueron los directores más decisivos de su carrera y junto a los que realizó sus mejores películas, aquellas por las que su recuerdo permanece imborrable. Junto a ellos se batió en todo tipo de escenarios y géneros, ya fuese el citado de aventuras, el western (Dodge city, ciudad sin ley; Camino de Santa Fe; Murieron con las botas puestas) o el bélico (Objetivo Birmania).
Yo siento especial predilección por las películas que rodó junto a Raoul Walsh y que me acompañaron a lo largo de toda mi infancia. Y no me refiero sólo a las más conocidas y ya citadas, sino a otras que han caído en el olvido y que poseen un valor indudable en la filmografía de ambas estrellas, caso de Gentleman Jim (en la que hiz valer sus conocimientos y aptitudes como boxeador) o el ciclo de películas bélicas rodadas durante la Segunda Guerra Mundial y que sirvieron para alentar los comportamientos heroicos de las tropas, caso de Jornada desesperada (con la memorable secuencia de la huida sobre los tejados de la ciudad y perseguidos por los soldados nazis), En la búsqueda del Nordeste (ambientada en Canadá) y Gloria incierta.
En 1948 rodó Silver River, última colaboración junto a Walsh y a partir de ese momento su carrera entró en decadencia. Comenzó a comportarse como una estrella rutilante y los excesos de una vida excesivamente ajetreada comenzaron a hacerse palpables en su físico, en constante deterioro a partir de los primeros cincuenta. A ello tampoco ayudaron los interesados rumores que salpicaron su trayectoria, como los de su posible colaboración con los nazis (la película Rocketeer fantaseaba con esta posibilidad: Timothy Dalton aparecía caracterizado como un galán con bigote de la época y culminaba como villano de la función al venderse a los alemanes), aunque los que terminaron por fulminar sus aspiraciones fueron de carácter legal, hasta terminar arruinado y viviendo en su famoso yate, en el que murió, en territorio canadiense, en octubre de 1959.
Hollywood, tan necesitada del sucesor de Douglas Fairbanks para sus producciones de aventuras y espadachines con la llegada del sonoro, encontró en Errol Flynn su tabla de salvación. De paso, contribuyó a enriquecer la memoria colectiva con algunas de las producciones más luminosas, auténticas y gratificantes para todo tipo de espectadores; las mismas que hoy día provocan todo tipo de añoranzas, justificadas, por supuesto.
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