Hablillas

La plaga blanca

Era la hora en que la tarde jugaba a entristecer los colores, cuando el olor del colegio desaparecía por culpa de la manopla con jabón.

Cuesta trabajo ver y aún más entender el aspecto que tienen las chumberas. No sé si se habrá fijado, paciente lector, en lo mustias que están, “aburrías” las llamarían nuestros antepasados. Y ya es bastante porque algo tiene que pasarles para haberse secado. Son nuestras lindes de toda la vida, fronteras de las huertas y nunca necesitaron más agua que la de la lluvia.

Si ponemos atención echamos de menos los higos que verdean este septiembre dorado, principiadores del otoño, que salían como cuernecillos en aquellas palas que confundíamos con hojas. En el silencio crujía el rastrojo al paso de un lagarto, zumbaba un moscón o piaba un gorrión hasta que una caña abierta en el extremo se colaba en aquel laberinto de verdes y sombras para arrancar el higo cuando el color delataba su sazón. No era fácil manejarla entre tantas púas y nidos de avispas, pero la curiosidad infantil se aliaba con la mano diestra del adulto y al cabo de dos días los cubos de la colecta se multiplicaban por dos.

Y de la chumbera a las calles. El pregón las recorría alborotando la tranquilidad, abriendo portones por los que pasaban cuerpos con el brazo en ángulo recto portando el planto hondo donde reposaría la media docena. Era la hora en que la tarde jugaba a entristecer los colores, cuando el olor del colegio desaparecía por culpa de la manopla con jabón. Era la hora en que la luz se consumía dejando una estela fugaz de olor a verano, el que se quedaba pegado a aquellos vendedores ocasionales que desmocharon las chumberas, que parecían no sentir los pinchazos de las púas cuando se les pedía que los pelaran. Ellos no las temían, la necesidad urgente los obligaba a evitar el proceso de rasparlos con tierra. Era la explicación de los mayores a quienes correteaban, saltaban y brincaban por la zona cercana al desaparecido Canal, sitio de misterios inventados salpicado de vinagrillos, igual o parecida a la de otros barrios donde hubo huertas.

Las chumberas forman parte de este rincón del sur. Mirarlas resulta evocador y verlas secas desprende un silencio confuso y triste. Por lo visto este verano ha propiciado que una especie conocida como la cochinilla del carmín se cebe con ellas, dejando unos puntos blancos sobre las palas que el levante ha paseado y metido en las casas cercanas, confundiéndolos con las partículas de polvo que asienta en los muebles, diferenciándolos por el reguerillo rojo que los humedece al aplastarlos, pegándolos a los cristales tras la puesta de sol buscando la luz de una cocina.

Estos bichos parecen salidos de una película de ciencia-ficción que bien podría titularse como la hablilla de hoy. Aparecieron con el mismo misterio que el escarabajo picudo e Internet se encargó de desvelar el enigma, de ofrecer la solución al curioso que la buscó, al igual que el remedio, más costoso por el trabajo para erradicarlas que por el producto a emplear. En cualquier caso, las chumberas se verán muy mermadas una vez que la plaga logre erradicarse. Hasta entonces se las verá pálidas, heridas, agonizantes, buscando el reposo de la tierra, precisamente ahora que las palas se habían comercializado como un apetitoso manjar apto para ensaladas. Al menos nos quedan las fotos. En ellas los higos y la memoria brillan por la magia del blanco y negro.

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