Inauguramos hoy una nueva sección que procuraremos prolongar a lo largo de julio y agosto con el fin de rendir tributo a los cines de verano de nuestra infancia -ya desaparecidos, igual que nuestra propia infancia- y, de paso, rescatar del olvido algunas de las películas que formaban parte del catálogo de exhibición, en el que no faltaban sonadas reposiciones. En el empeño será la nostalgia la que marque el criterio; para ello, partimos de un hecho irrenunciable: el propio significado de ir a ver una película a un cine de verano, con toda su liturgia (las pipas, el bocadillo, los refrescos, la rebequita, incluso algún cojín y algo con lo que cubrirnos, si era finales de agosto y la película pasaba de las dos horas), el vecindario en pleno compartiendo el patio de butacas -o las azoteas de los edificios de alrededor-, la noche estrellada y las salamanquesas por testigo, y el sonoro eco de la banda sonora expandiéndose por las calles aledañas con suave, agradable, silenciosa brisa. De aquellas noches y de aquellas películas, como de tantas muchas otras cosas, sólo queda el recuerdo. Ahora que resulta imposible revivir la escena, aprovecho las noches calurosas para aguardar a que todo está en silencio y proyectarme en el ordenador, junto a la ventana abierta, algunas de aquellas películas. No hay bullicio ni incomodidades, pero el cielo abierto sigue ahí y aquellas magistrales voces -magistrales doblajes- mantienen intacto el encanto del pasado y enaltecen el placer del cine al aire libre.
Para empezar hemos elegido una de amores: Un extraño en mi vida. Dirigida por Richard Quine en 1960, está interpretada por Kirk Douglas, Kim Novak y Walther Matthau. Douglas es un prestigioso arquitecto. De hecho, el trabajo le ha dado el reconocimiento y el éxito que siempre ansió, y ha completado una ecuación perfecta en la que también forman parte su mujer, dos niños y una bonita casa en un conjunto residencial acomodado. Cada mañana lleva a su hijo mayor al colegio. Allí conoce a la madre de uno de los amigos de su hijo, Margaret (Kim Novak). Consciente de su vigente capacidad de seducción, atraído por el atractivo innegable de esta mujer y necesitado de una especie de liberación personal que revitalice su desapasionada relación matrimonial, comienza a cortejarla de forma amistosa hasta que ambos terminan entregándose el uno al otro. Margaret también atraviesa por una descorazonada situación familiar y personal -su marido apenas le presta atención y un año atrás fue víctima de un asalto sexual en su propia casa-, por lo que el inesperado romance junto a otro hombre maduro le ofrece una nueva perspectiva vital.
La película no sólo posee el encanto propio de una producción de la época -fotografía en technicolor, rodada en cinemascope, grandes estrellas, excelentes diálogos, grandes escenarios naturales y muy buenos decorados...-, sino que es una obra tremendamente madura,atrevida y arriesgada para la fecha en que fue realizada. No hay que olvidar que se nos cuenta la historia de un adulterio, que hay una enorme carga sexual en los encuentros entre Douglas y Novak, que, incluso, ella describe el momento en que fue violada (magistral el primer plano de sus labios con Kirk al fondo atendiendo a los detalles de la historia), que se abordan otras cuestiones, como la relativa sensación de triunfo y de éxito en la sociedad contemporánea, y se desenmascara la auténtica realidad que ocultan los apacibles y amistosos vecinos -en apariencia- que conviven a diario con la pareja protagonista (sensacional a su vez la secuencia en la que Walter Matthau asalta a su vecina en una tarde de tormenta). De hecho, la versión que he vuelto a ver tiene fragmentos con el sonido original en inglés; no sé si porque el doblaje estaba dañado o porque la secuencia fue censurada en su día, ya que pertenece al momento en que Novak habla de la violación.
El casi medio siglo de vida transcurrido desde su estreno no ha hecho envejecer ni un ápice todo el metraje, y buena parte de culpa recae en la excelente dirección de Richard Quine, en un guión sobresaliente y en la sensacional química entre Kirk Douglas y Kim Novak, una actriz de un hipnotismo arrollador desde la pantalla que condensó su mejor producción entre los años 1955 (Picnic) y 1964 (Bésame tonto). Entre ambas hay títulos inolvidables, como Me enamoré de una bruja y La misteriosa dama de negro (dirigidas también por Richard Quine, que no superó el eterno rechazo de la actriz a sus propuestas de matrimonio), El hombre del brazo de oro y Pal Joey (junto a Frank Sinatra) y, por supuesto, definitivamente, su papel junto a James Stewart y bajo la dirección de Alfred Hitchcock en la maravillosa e imprescindible Vértigo. De Kirk Douglas ya hablaremos con más extensión cuando recurramos al género de "una de romanos" con Espartaco.
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