Miguel Mihura nació en 1905 en Madrid, porque, según escribió, Madrid era el lugar más próximo a Chicote, ese bar de la Gran Vía en el que hacían tertulia un grupo de intelectuales de la época mientras miraban el escote de las cupletistas que tomaban una copa antes de actuar en Pasapoga. Mihura siempre cultivó su sentido del humor, ese sentido punzante del humor característico de las personas tristes, que él recubría también de una medida dosis de inocencia recubierta de ocurrencias. En mayo, el Centro Dramático Nacional recupera en el Teatro María Guerrero, de Madrid, ‘Tres sombreros de copa’, la obra cumbre de Mihura, dirigida por Natalia Menéndez.os. Mihura abandonó pronto los estudios y se dedicó a cultivar el humor. Inventó desde su casa, en zapatillas, el teatro del absurdo en España y casi en Europa, mucho antes que Ionesco y toda la generación europea de vanguardia, y aquí nadie entendió ese teatro, naturalmente, por lo que poco a poco fue acomodándose a los gustos del público. Su reconocimiento fue tardío. Las comedias de Mihura tienen el humor españolísimo de ‘La Codorniz’ y un sentido de la intriga que había heredado de Simenon.
Cuentan que vivía pendiente de acudir a las librerías a comprar todas las novedades que llegaban de Simenon, que afortunadamente eran muchas. Mihura, decíamos, hace teatro del absurdo en ‘Tres sombreros de copa’, pero son completamente del absurdo dos obritas breves que escribió, casi inencontrables ya, tituladas ‘Una corrida intrascendente’ y ‘El seductor’, una deliciosa historia de amor. ‘El seductor’, comedia en un acto, no se ha representado nunca aunque sí se ha publicado, y alguien ha querido ver en esa pieza un reflejo de ‘Esperando a Godot’, de Samuel Beckett, una de las obras cumbres del teatro del absurdo, porque una y otra tienen semejanzas, entre ellas que los protagonistas se quedan esperando algo que nunca ocurre, que no llega. Pero no hay que buscar trascendencia en el teatro de Mihura. Hizo unas obras bien construidas, perfectas en lo que se llamó la carpintería teatral, con toda la fuerza de la palabra, sublimes en el manejo de las situaciones, tiernas, cuya ambición estética fue decreciendo poco a poco. El teatro de Mihura es la frase ingeniosa y el regocijante regate sintáctico a la lógica. Lo sorprendente llegó cuando en 2003, Sara Montiel, en su entonces polémico libro de memorias, confesó: “A mí me desvirgó Miguel Mihura”. Y ahí estaba el maestro, ni pobre ni rico sino todo lo contrario.