'Tres sombreros de copa’ es, sobre todo, una impresionante y conmovedora historia de amor, una pieza construida por Miguel Mihura con una carpintería teatral impecable, con unos diálogos chispeantes, sorprendentes e imaginativos, y unas situaciones de un realismo absurdo. Porque Mihura construyó un teatro difícil y amable al mismo tiempo. Fue el gran maestro del teatro de situación. Todo ello lo entendió perfectamente la actriz Elisa Ramírez, por ejemplo, que protagonizó a principios de los 90 varias obras de Mihura, entre ellas una colosal puesta en escena de ‘El chalet de Madame Renard’.
En el teatro de Mihura el humor y la perfección en los diálogos resulta decisiva, y también lo insólito de las situaciones, ya está dicho, pero en sus comedias son literariamente extraordinarias las acotaciones que, por encima de ese valor de escritura, tienen la función esencial de orientar al director a la hora de concebir el montaje (las acotaciones se están perdiendo en el teatro actual). Se lee en ‘Tres sombreros de copa’: “Don Rosario es ese viejecito tan bueno de largas barbas blancas”. De modo que las piezas de Mihura pueden leerse como teatro, o como si fueran una novela. Porque las obras de Mihura son cerradas e impecables, tanto que dejan escaso margen a la imaginación del director de escena. Mihura entrega textos perfectamente acabados. El montaje de sus piezas puede concebirse así: palabra y actor. Las innovaciones que pretenda introducir el director pueden ir en contra de la obra. Porque por el teatro de Mihura, claro, ha pasado el tiempo. Pero la grandeza de sus obras consiste en que describen de manera colosal un tiempo, una época de España. Una atmósfera. Una forma de pensar. Y eso ha evolucionado, naturalmente. Pero Mihura lo recubre todo con su genio, con su imaginación, con una manera deslumbrante de usar el idioma. Las piezas de Mihura ofrecen poco margen a posteriores interpretaciones de tal o cual cosa.
Por eso, el montaje que la directora Natalia Menéndez ha ideado de ‘Tres sombreros de copa’, que se representa en el teatro María Guerrero de Madrid, un montaje onírico, surrealista y con un hondo perfil de music-hall, es recomendable en la medida que resulta sensacional toda la obra de Mihura, pero desafina cuando en escena parece haber más elementos ideados por la directora que por el autor. Pero siempre se agradece un reencuentro con el teatro sublime de Miguel Mihura, pese a la desdichada tendencia existente a entregarnos a este autor asesinadito.