No me gustan los viernes. Al contrario que le suceden a muchas personas que desean que llegue ese día para preparar el descanso del fin de semana. Pero para mí los viernes son días de ajetreo, ruido y poca serenidad. Me gusta pasear por las naves de la Catedral, observando a las personas, respetando con silencio sus rezos y algunas de las veces me siento en uno de los bancos situados frente al tabernáculo del altar mayor y leo las Odas de Horacio, aunque ese libro no es mío. Me lo pusieron sobre mi cuerpo cuando el verdadero desapareció. Al fin y al cabo, su lectura es reflexiva ya que trata sobre la idea de la vida y de la muerte. De la corta duración de la vida y del inflexible final de la muerte. Aunque para mí, la muerte, ya no es un problema. Camino despacio, saboreando cada paso silencioso que doy por el suelo ajedrezado del templo. Algunas veces me sitúo en el trascoro, dándole la espalda al cuadro de la Sagrada Familia y miro hacia la puerta del Perdón, esa majestuosa puerta de madera de color verde, que una vez fue abierta por el viento que sopla en Jaén, y por donde sale cada Miércoles Santo mi “vecino” de capilla, el Santísimo Cristo de la Buena Muerte junto con su corte de nazarenos negros y blancos. En esta posición observo a las personas que entran o salen del templo. Algunas veces me asusto cuando alguien se dirige hacia mí y me atraviesa con su mirada en busca de las tijeras de la Virgen que el pintor Salvador Maella hábilmente ha disimulado en el cuadro llamado “La Sagrada Familia” y que forma parte del lienzo de mármol con que se cierra el coro. Admiro la Catedral. Pero la capilla mayor es la más preciosa. La más impresionante de todas ellas. Me siento frente a ella y paso el tiempo observándola. Sin perder detalle alguno de la misma. Es mi casa. Es mía. Yo la diseñé. Aunque sirviera de escenario para el asesinato del Condestable de Castilla don Miguel Lucas de Iranzo que fue golpeado en la cabeza con una ballesta mientras se encontraba rezando de rodillas. Sé que no es la mía. Que la que diseñé la demolieron pero, afortunadamente, los arquitectos de aquella época conservaron el muro que cerraba la capilla ya que vieron que era muy sólido como para servir de soporte a la nueva catedral que sería renacentista. A mí me hubiera gustado que hubiera sido de estilo gótico. Pero no me quejo ya que aún queda, y se mantiene, mi moldura gótica, con sus relieves de flores de lis, rosas, dragones, con las guirnaldas trenzadas con ramas de olivo y palmera y con la famosa figura de “la mona” sentado en el primer contrafuerte. Y como siempre, todo está rodeado de leyendas. Como esa que oí contar, el día que me atreví a salir al exterior, a dos personas mayores que estaban junto a la estatua del arquitecto Andrés de Vandelvira y miraban hacia la figura sentada y le decía que un mozo le rompió la nariz con una piedra y al momento enloqueció y murió. En mi capilla también está la Virgen de la Antigua que está dándole el pecho al niño, y es la Patrona del Cabildo Catedralicio y que según se dice, la portaba Fernando III en la grupa de su caballo cuando conquistó la ciudad. Todo gira en torno a las leyendas aunque a decir verdad, yo soy una leyenda. Pero los viernes es distinto. Mi “casa” es invadida. Es incómodo. Las naves de la Catedral se llenan de un número elevado de personas que forman una gran fila ante mi capilla. Algunas veces el rumor de las voces me hace sentir intranquilo e inseguro. Mi capilla es abierta de par en par y todas esas personas se acercan a besar el Santo Rostro y que según la tradición es la reliquia de la Santa Faz de Cristo que quedó impresa cuando la Verónica le enjugó el rostro, bañado en sudor y sangre, con un paño cuando caminaba hacia el monte Calvario. Me impresiona el fervor y la religiosidad que emana este acto pero reconozco, a mi pesar, que se hace interminable. Por eso permanezco en silencio en esa cajonera que el destino me había obsequiado para dormir el sueño eterno. Pero lo viernes, la cajonera, que era pasto de las miradas de los curiosos ávidos de leyendas y tradiciones, se convertía en mi refugio. Aún recordaba con nostalgia cuando abrieron la cajonera y fui mostrado al mundo entero, ya que un fotógrafo hizo una instantánea de mi momificado cuerpo, y la verdad sea dicha, me encontraba bastante bien, dentro de lo que cabe, ya que me va bien los climas secos y cálidos. Fue a petición de la esposa de Caudillo que realizó una visita a la ciudad y a la Catedral, y claro, tras enterarse de que estaba allí, pidió que se abriera. Y creo recordar también que fue el marido de esta señora el que, con sus propias manos, restituyó el viejo cristal roto que arañaba la sagrada reliquia del Santo Rostro y puso uno nuevo. Parece ser que lo encontraron en un garaje de una pequeña ciudad francesa junto a otras obras de arte que fueron robadas durante la guerra. Ya han pasado veinte años desde que al fin fui enterrado en el suelo de la capilla mayor y no en el coro con el resto de mis compañeros obispos. ¡Qué expectación!. Recordaba con nostalgia cuando veía mi entierro desde una de las ventanas de las galerías altas de la Catedral. Y cuando salgo cada noche, con el silencio del templo como único compañero, miro con cierta ironía como mi tumba está situada justamente en el centro de la reja que cierra la capilla. Mitad dentro y mitad fuera. Con mi nombre tallado en la losa negra, y con la inscripción en latín “yace por fin inhumado”. Y, por desgracia, he pasado a la historia con el sobrenombre del “Obispo Insepulto” o “La momia de la Catedral”, en lugar de ser recordado por mi amplia labor pastoral y por mi implicación en la realización de parroquias y construcciones civiles que impulsé por toda la diócesis. Más que un Obispo parecía un arquitecto. Pero mi cajonera aún permanece arriba, a la izquierda de la capilla, y por eso, cada viernes, vuelvo a mi antiguo aposento, me abrazo a mi báculo, y espero a que el día pase.
Jaén
Los viernes en la catedral
No me gustan los viernes. Al contrario que le suceden a muchas personas que desean que llegue ese día para preparar el descanso del fin de semana...
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