El 12 de diciembre de 1948, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Así pues, se cumplen ahora los 60 años de vigencia y, por diversas razones, es merecido un comentario a su respecto. En primer lugar, por la bondad intrínseca del texto: un documento breve, (recuérdese que, como dijo Baltasar Gracián, "lo bueno, si breve, dos veces bueno"), con sólo 30 artículos, en los que se abordan con claridad y precisión las prerrogativas que competen al ser humano. Se inicia con una aseveración general: "todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos", y concluye señalando que ni el Estado, grupos o personas pueden coartar los derechos aquí establecidos. En el recuento de esos derechos, vemos incluidos la vida, libertad, igualdad ante la ley, presunción de inocencia, intimidad, asilo, nacionalidad, familia, propiedad, libertad de pensamiento y opinión, participación en el gobierno, asistencia sanitaria, trabajo, nivel de vida, educación, religión, etc. Respecto a este último punto, contenido en el artículo 18, se alude explícitamente a "la libertad de manifestar su religión y creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia".Hete aquí que el gobierno de la nación ha aprovechado esta efeméride para anunciar, por boca de la vicepresidenta Fernández de la Vega, su Plan de Derechos Humanos, que -en contraste con la Declaración de la ONU- contiene nada menos que 172 medidas, entre las que se introduce una Ley Orgánica de Libertad Religiosa.
Según la vicepresidenta, se trata de establecer un observatorio riguroso sobre el pluralismo religioso, diseñando su gestión pública a nivel estatal, autonómico y local, con formación de agentes públicos (policía, fuerzas armadas, sanitarios) expertos en materia de libertad religiosa. El pluralismo religioso, que ella considera innegable -pese a que un 80% de la población se declara católica-, implica un trato igualitario así como la conveniencia de eliminar de la vida pública los signos religiosos cristianos. Y todo ello debe establecerse con el máximo consenso, que, en la práctica, será la mitad más uno de la ciudadanía y sus representantes. Dicho en román paladino, el objetivo es situar la Iglesia Católica al mismo nivel de las restantes confesiones y sectas, tratarla con el mismo rasero, desprovista de toda consideración. Si esta orientación doctrinal se confirma e impone, es posible que muchos católicos tengan problemas de conciencia a la hora de emitir su voto.
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