El jardín de Bomarzo

El gobierno de la toga

En el congreso del PSOE en Valencia que eligió a Pedro Sánchez sucedió lo previsto, tomando fuerza la teoría de que ya estos cónclaves arrancan dibujados

Publicado: 22/10/2021 ·
11:17
· Actualizado: 22/10/2021 · 11:17
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En el congreso del PSOE en Valencia que eligió a Pedro Sánchez sucedió lo previsto, tomando fuerza la teoría de que ya estos cónclaves arrancan dibujados y solo pendientes de últimos flecos. Lo cierto es que pese a la "neutralidad" expresada por alguna de las corrientes asegurada por Juan Espadas, la cuestión fue de todo menos neutra y alguno volvió del congreso con peor cara que un pollo de Simago -já-. A Espadas le están pidiendo que actúe, se posicione y lo haga antes del suyo en Torremolinos no sea que allí se tope con un grupo nutrido en contra y a tenor de la previsión electoral y del sondeo del Centra -habilidosamente tocado en el recuerdo de voto para bajarle al PSOE a 26 escaños y que a Cs le salgan 7- no tiene el horno para ese bollo cuando en su partido saben que recuperar la Junta es tarea casi imposible, otra cosa es lograr un resultado aceptable que consolide su liderazgo y le de cierta tregua para enfrentar futuro. Mientras, se preparan los congresos provinciales y las guerras derivadas para finales de año como en Cádiz, donde en la corriente crítica todos han bajado el brazo para dar el paso a ser secretario general; unos por falta de entidad o apoyos -Javier Pizarro o Moscoso- y, otros, porque no quieren ni atados -Mamen Sánchez-, ante lo cual el único que mantiene el brazo en alza es un Ruiz Boix al que, en honor a la verdad, a nadie gusta ver de jefe. Pero como la diversidad distingue, a otra cosa.

El ciudadano paga sus impuestos para obtener servicios. Nuestro estado está configurado con una intensa gestión pública que garantice la prestación del máximo de servicios a través de lo público, quedando en el ámbito privado todo aquello que no es esencial ni necesario para la ciudadanía y las actividades netamente de economía de mercado. Al incorporar las comunidades autónomas, el reparto competencial se definió en cuatro niveles de administraciones públicas: estatal, autonómica, provincial y municipal. Esta circunstancia ya de por sí viene implicando disfunciones claras, primero porque los ciudadanos no se llegan a enterar de este reparto de competencias y a quién le corresponde el qué. Realmente se tiende a pensar que los servicios dependen o del estado o del ayuntamiento, porque los de la comunidad autónoma y los de la diputación que levante el dedo quién los tiene claro. Esta confusión entre los ciudadanos es aprovechada por los gobernantes en la tan usada táctica de pasar la pelota al de enfrente. Se vivió en unos primeros meses de la pandemia en los que las comunidades autónomas se pusieron de perfil mientras que todos creían que las competencias de sanidad eran del estado, cuando eran autonómicas. Por tanto, se hace necesario que de una vez por todas se clarifique el reparto de competencias entre administraciones públicas y se difunda mediante campañas claras debidamente. Y sería asunto, incluso, para incluir en la formación básica escolar de manera que el ciudadano tuviese meridianamente claro el reparto competencial por cada administración pública y, de ahí, señalar responsabilidades.

Aún, si cabe, es más preocupante la deriva que está teniendo la gestión pública de todas las administraciones, cada día más burocratizada y lenta, mucho más preocupada en que no se siente en el banquillo nadie que en la calidad y eficiencia de los servicios a prestar. No es que las administraciones públicas deban incumplir las leyes en pro de la eficacia y celeridad, no. Pero tampoco es admisible que la tramitación de cualquier expediente se dilate meses e incluso años porque determinados servidores públicos quieran asegurarse con infinitos informes que de producirse una denuncia su firma siempre estará basada en un informe anterior y este en otro y así hasta el infinito y más allá. O que para cualquier cosa se exija ahora mucha más documentación que antes porque el funcionario de turno vive en inseguridad consigo mismo y prefiere pedir de todo para asegurarse hasta de lo que no exige Ley alguna; peor es cuando concluyen que mejor no tramitar el expediente dejándolo dormir el sueño de los justos porque lo más seguro para ellos es no hacer nada. A todo esto, hay otro componente importante que ha venido a incrementar la exagerada burocratización: el aumento de controles establecidos en las leyes de los últimos años, que obliga a contar con muchos más informes y vistos buenos que antes y los responsables de cada control se cuidan mucho de ellos porque la responsabilidad es dura de asumir y, ante una duda interpretativa, el dictamen va a ser el más restrictivo aunque ello implique problemas para sacar con éxito y en tiempo alguna actuación planificada por el gobernante de turno.

La judicialización de la gestión pública es, no hay que engañarse, la causa de esta extrema burocratización y del estado de miedo e inseguridad en el que se mueven los empleados públicos y los políticos que gobiernan cada administración. Cuando un error administrativo era juzgado en los juzgados de lo contencioso-administrativo nadie temía. Todo el mundo se equivoca y los servidores públicos también, pero ello no quiere decir que se haga con intención de delinquir. Así lo consideraban los jueces y por eso el ámbito penal operaba bajo el principio de la intervención mínima en la actuación administrativa. Quien ponía una denuncia penal en fiscalía o en los juzgados por considerar se había actuado mal no encontraba apoyo de estas instituciones, que dejaban claro que debía enjuiciarse en el contencioso-administrativo, reservándose lo penal para los actos con verdaderos y claros indicios delictivos. Los sucesivos casos de corrupción dentro de la gestión pública desterraron esa doctrina de la intervención mínima del derecho penal para dar paso a que sobrevuele la sospecha sobre funcionarios y gobernantes y que se acepten denuncias por fiscales y jueces que aunque terminen en archivo o en exculpación, el quinario que pasa el afectado no se puede imaginar si no es vivido en primera persona. Y, claro, en el mundo político ante esta situación algunos han visto el cielo abierto para intentar derribar a su oponente a base de usar las denuncias como arma arrojadiza -grave error-. De entrada, magnificando el simple hecho de poner la denuncia, noticia que ocupa titulares y que hace pensar al que lo lee que si la han puesto será por algo. Da igual que después se archive, el daño está hecho. Comprensible que los funcionarios anden con miedo y prefieran no hacer nada. Ser servidor público, tanto empleado como político, se ha convertido en profesión de alto riesgo. Situación que también viene bien al político de la oposición adepto a poner denuncias porque si la gestión pública es lenta, tiene en bandeja la crítica al que gobierna haciéndole responsable de la inoperancia administrativa. Algo que sólo acabará cuando fiscales y jueces pongan coto al uso de ellos para intereses políticos. 

El elemento sindical tampoco se puede dejar a un lado. Un monstruo creado por nuestra sociedad en los veinte primeros años de la democracia porque lo políticamente correcto era proteger y defender cualquier cosa que viniese del mundo sindical y ello ha provocado que un gran número de sindicalistas -no todos,- aparte de cobrar un sueldo trabajando poco o nada, se dediquen a implantar en las plantillas la cultura de trabajar menos y cobrar más, olvidando que todos trabajan en pro del servicio público y que los ciudadanos son los que pagan sus sueldos mediante impuestos. Sólo hay que comparar la jornada laboral en las administraciones públicas con la de las empresas privadas o la lista de derechos laborales de los empleados públicos con la de los empleados del mundo privado y qué decir de la comparativa de los sueldos, lo que gana un conserje en un ayuntamiento es lo que gana un licenciado recién contratado en una empresa privada. Es así. Resulta llamativo que los trabajadores que pagamos todos los ciudadanos trabajen menos horas, tengan más derechos y cobren más que los que trabajan en el sector privado. Y, además, con la seguridad de no ser despedidos nunca. Y si eso fuese en garantía de que recibimos el mejor servicio público posible, rápido y eficaz, tendría su sentido, pero no es así en un gran número de casos, que tapan a todos aquellos empleados públicos -también muchos- que sí trabajan con entrega para el servicio público.  

Este es el retrato actual del mundo de las administraciones públicas, un retrato que pocos se atreven a reconocer públicamente porque hay que tener arrojo para decir públicamente lo aquí escrito. Pero esta es la verdad. Ni tan siquiera los ciudadanos lo saben en su verdadera dimensión. Un desconocimiento de lo que pasa internamente en ese mundo que lleva a no entender por qué si ahora la gestión está tan modernizada, con grandes inversiones en la administración electrónica, todo funciona peor, más lento, al borde del colapso. Haría falta una profunda auditoría de la gestión pública para analizar todo lo que está ocurriendo con la suficiente valentía para reconocerlo y, en base a ello, acometer cambios legislativos y en doctrinas judiciales con la vuelta a la intervención mínima del derecho penal, dando con ello tranquilidad a todos los servidores públicos, acompañado de una nueva regulación laboral que impulse la cultura del trabajo y del rendimiento, con retribuciones que compensen los distintos niveles de responsabilidad y que motiven a la dedicación y a la labor bien hecha. Todo ello es necesario y de forma urgente si se quiere frenar la enfermedad en auge que hoy aqueja a las administraciones públicas y, con ello, a la prestación de los servicios que merece y paga muy caro el sufrido contribuyente.

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