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Desde el campanario

En color sepia

Les compré por un euro un Madelman si brazos y seguí mi camino ensimismado

Publicado: 28/04/2024 ·
17:31
· Actualizado: 28/04/2024 · 17:31
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Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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Hace unos días, doblando una esquina de las Siete Revueltas, me encontré una escena que me dejó perplejo. Sentados delante de una accesoria medio derruida, había un par de niños de ocho o nueve años. Delante de ellos varias cajas de fruta vueltas de revés con un cartón encima a título de mostrador. Sobre ellas exponían a la venta un montón de pequeños juguetes deteriorados. Por un momento me sentí transportado sesenta años atrás. Me pareció increíble contemplar en nuestros días esa imagen retrospectiva de una postal color sepia con olor a naftalina y humedad, tan bien conservada en el escaparate de mis vivencias. Les compré por un euro un Madelman si brazos y seguí mi camino ensimismado, trazando en mi cara media sonrisa diseminada hacia el lado izquierdo, al escuchar como el más bajito de los dos le susurraba entusiasmado al otro ¡quillo, ya tenemos seis euros! Mientras, mi mente liberaba recuerdos imborrables de la infancia lejana y agradecía a nuestros mayores su esfuerzo inestimable para conseguir que los niños disfrutáramos nuestros días, ignorantes de la represión, las carencias y las preocupaciones que ellos soportaban.

Eran tiempos de absolutismo, arbitrariedad, nepotismo, abusos e influencias. De calles con pelotes y tufo a tierra mojada. De remiendos y zurcidos. De pan con aceite y bocadillos de manteca. De apagones de luz, de quinqués y palmatorias. De plumín, tinta china y pellizcos de monja. De galones dorados, sotanas mugrientas y noches sin cena. De carrillos de chucherías, baratillos, puestos de helados y retrato al minuto. De alpargatas, lebrillo, jabón Lagarto, palangana, aljofifa y escobas de palma. De fachadas encaladas, zócalos rojos, sillas de anea a la fresca de la tarde, sábanas de muselina y camisones de percal. De tiras bordadas y encajes de bolillos. De añil y de almidón.  De angúa toca las palmas, piola mua y caballero sin sal. De aro y guía, patinetes de madera, trompos, bolis, tirabalas, farolas rotas y niños huyendo de Bermejo, Escolar o Safino. De tricornios acharolados. De pregones de moras, caballas, botellas y globos, el pirulín de La Habana, acerolas coloras, arropías cordobesas, el cangrejo, la cangreja y los hijos de la cangreja. Del piconero, el velonero, el tío del hielo, el del american y la flauta del afilaó. De higos chumbos, barquillítos de canela, sultanas de coco y huevo, triquitraque, bombitas de peste, zarzaparrilla y cigarritos de matalauva. De cambio de novelas y tebeos en la puerta del Teatro. De una peseta silla de centro en el cine Madariaga. De Corpus, zapatitos blancos y traje nuevo. De mesa camilla y seriales de radio. De silencio a la hora de la siesta. De moscas de caballo, cucarachas y aparato de flish. De monteras en el patio de la casa con masilla agrietada y cristales rotos. De enchufes de porcelana y camas de tubo. Del Grabielo, la Grabiela y Alfonsito el Morla… De eso y otras muchas cosas eran aquellos tiempos. Tiempos de casapuertas con losas de barro y niños creativos que a falta de ordenadores y play-station, se las apañaban como nadie para ocupar su solaz con juegos olvidados. Unos pocos huesos de guindas, de nísperos, de damascos o de pipas de sandía junto a una simple caja de zapatos vacía, eran más que suficientes para idear montones de entretenimientos. Al otro lado de la calle, las niñas se divertían jugando a la conga con un cacho de soga y al tocadé con un trozo de losa rota, mientras se cuidaban de apretar sus vestidos de piqué contra los muslos sonrosados, para no desnudar la atracción de sus carnes tentadoras.    

¿Por qué no juegan hoy los niños a esas cosas? Nos quejamos mucho de su falta de imaginación, pero deberíamos preguntarnos si nosotros la fomentamos. En cualquier caso los tiempos cambian y quizás esa sea la única explicación. Una diferencia importante si que hay. Esos chavales de las Siete Revueltas, vestían sudaderas de marca y calzonas de licra. Nosotros no. Nosotros heredábamos las camisas de los mayores y nos sujetábamos el pantalón con cuerdas de pita. Al menos en eso nos ganan. Afortunadamente.

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