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Hablillas

El magnolio

Con el tiempo el parque del Barrero será otro pulmón de La Isla.

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En estas mañanas en las que el sol ya quiere calentar con fuerza, es un placer pasear temprano, entrar y salir por las calles de La Isla hasta llegar al parque. No recuerdo haberlo visto tan frondoso, desparramando tanta sombra, tanto fresco y tantas marañas de los álamos. Es una postal preciosa, aunque los alérgicos tengamos que andar con tiento.

La otra tarde parecía que había nevado. Resultaba curiosamente extraordinario contemplar la hierba bajo el manto blanco de esos copos que mientras unos reposaban otros eran empujados o levantados por el poniente. Parecían danzar un mágico vals al arrullo silbante del viento, al compás del roce de las hojas. Ignoro si el año pasado se dio esta situación, así que al buscar en la inmensa biblioteca digital a la que todos echamos mano, aparecieron entradas referentes a la historia del lugar y a la tala de sus árboles.

En cualquier caso, estamos en época de floración y la naturaleza sigue su curso, por eso disfrutamos de estampas como ésta. Con el tiempo el parque del Barrero será otro pulmón de La Isla. Si se han plantado los mismos árboles, los copos o marañas blancas serán como una nube. Al margen de las molestias que puedan causar, es justo reconocer su belleza y su rareza en este lugar del sur no por la especie sino por lo sugerente, por la estampa. Son cosas que permanecen, que surgen al cabo de los años como una chispa que brilla y las rescata. Pero los árboles también sufren su propio final  y si estos del parque están vivos y dan vida hay otros que por imperativos de la poda se mutilan. Esta hablilla no pretende criticar ni enjuiciar tal decisión, ni mucho menos.

Sucedió hace unas semanas, un domingo claro, cálido y muy agradable, preámbulo del ansiado verano. Sin embargo mi diaria y matinal mirada al caño echó de menos la copa del magnolio que desde hace años se erigía en el pequeño jardín del Centro de Salud Rodríguez Arias. Me resulta difícil hablar en pasado cuando hasta el viernes anterior repartía sombra, fresco y cobijaba a cientos de pájaros en sus ramas. Rara era la tarde que no escuchaba la algarabía del regreso. Ahora chocan desorientados contra el edificio en alocada búsqueda del nido.

Por la mañana, antes de que el sol inicie su andadura, se les ve revoloteando. Haciendo círculos se alejan y se pierden para reaparecer trinando fuertemente. La copa que les cobijaba es un recuerdo impreso en una imagen, una  foto como la de muchos otros árboles que por imperativos naturales y necesarios para los cimientos han sido podados hasta la mutilación. Confiemos en que la savia se fortalezca y pronto veamos los nuevos brotes de la ramas, como botones reventones en el tronco que otrora fuera columna fuerte, cuerpo y soporte de un magnolio salpicado de blancura.

Ahora nos parece triste y desmochado, aunque como al viejo y herido olmo de Machado, algunas hojas verdes le saldrán por la caricia fría de las últimas gotas de lluvia. Su persistencia, sus muchas ganas de hacer llorar al cielo, obrarán el milagro de que la primavera se alargue hasta diciembre. Las ramas volverán a crecer y los pájaros volverán a anidar en ellas, como siempre. Es el ciclo. Me pregunto si en el entramado de este peculiar y recoleto cestillo habrá algún copo blanco de los que ahora valsan por el parque. Para entonces formarán parte del recuerdo, como ahora el magnolio. Como todas las cosas.

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