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Y al séptimo día, trabajó...

Ni la crisis, ni el IPC, ni el cambio de gobierno, ni las nuevas costumbres han podido con el inamovible precio de cinco euros por cabellera rapada a lo clásico o a lo que le piden los jóvenes e innovadores

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  • Es imposible calcular, pero se pueden acercar a las trescientas mil, las cabezas que han pasado por las manos de Juan Cerrato Porcuna, el peluquero. -
Estaba ejerciendo el otoño del año 2008 cuando un inquietante letrero se asomaba con un color blanco inmaculado, en las pequeñas cristaleras de la puerta del establecimiento más antiguo y pequeño abierto en la calle Cardenal Herranz. No era el tradicional que puede observarse cuando las rejas negras lo permiten y que indica un horario estimado de apertura y cierre. No. El papel era más blanco, recién colocado, sin haber sufrido rigores del paso del tiempo, del calor o del frío, de la lluvia también. Y el letrero permanecía día sí y el siguiente, así que no podía ser un "vuelvo luego", que ni siquiera se coloca cuando hay que echar una carrerita hacia el mesón Casa del Monte porque el cuerpo aprieta. No. Ese letrero avisaba a los clientes al tiempo que, seguro, les ponía algo nerviosos, les desazonaba, les descolocaba incluso. ¿Cómo es posible que se tome tantos días sin abrir la peluquería? ¿Y mi pelo qué? Sí, la primera vez en la vida que por motivos lúdicos, de ocio, por vacacionar, iba a estar tantos días cerrado ese establecimiento de rejas negras, puertas de madera que a veces se resisten a cerrar sin rozar, con cristaleras que suenan ligeramente con la vibración provocada por los camiones que suben hacia El Paseo. Pues sí, Juan el peluquero cerraba por unos días, aprovechaba las jornadas de Feria Real para hacer lo que antes nunca había hecho: no poner elegantes y formales a sus clientes para que fueran al Real con los pelos igualados y las patillas en su sitio, en el sitio que cada uno quisiera, que casi siempre la tradición marca a la altura del primer lóbulo de la oreja, más o menos. Se fue para el norte, no si antes estar rapando cabezas hasta la una y media de la madrugada de la víspera de esas vacaciones merecidas (las más largas y las que marcan su ausencia ociosa del negocio, pues antes se vio obligado por dos intervenciones quirúrgicas). Se fue para el norte, a visitar las tierras de Castilla y León en un viaje organizado que tamben hizo un punto y seguido en El Escorial.

Constancia
Es un adjetivo que en otros casos es suficiente para describir, para situar a un personaje en su persona, a una persona en su oficio, a un artista en su escena... En el caso de Juan Cerrato Porcuna, el adjetivo, cualquiera que sea de los buenos, de los elogiosos, debe conjugarse siempre junto a otros, casi hasta la enésima posibilidad. Constante, amable, entendido, educado, gracioso, conocidísimo, enterado, prudente, profesional, generoso, cariñoso, simpático, parsimonioso, paciente, melancólico, ilusionado, inteligente, crítico, trabajador, madrugador, solidario, agradecido, franco, silencioso, culto, entusiasta, intrigado, ávido...

Juanito es una institución aunque probablemente no se lo haya reconocido el protocolo. Pero eso es cosa de las medallas, de las normas, de las oficialidades, del aplauso fácil, del absurdo engreimiento y de la fatua realidad de cada día en sus horas más desperdiciables. A Juanito, eso se lo han premiado, reconocido y también en presente y futuro conjugados esos verbos, sus clientes, su gente. Esa a la que apunta en una libreta de las que se regalan con publicidad. "Dime el nombre", salvo que lo sepa. Es lo primero que pregunta cuando alguien, mano en manilla, de aquellas antiguas alargadas, quiere ponerse en sus manos en cuantito que pueda. Y apunta, y recuenta desde arriba hacia debajo de la lista con el bolígrafo en la mano derecha y la tijera que ha pasado hacia la extremidad izquierda para poder dejar constancia del nombre en la cola de los que le sobra cabello, por algún lado sólo también. En ese recuento sale la hora casi exacta de turno, calculados esos veinte minutos por corte de pelo, que pueden llegar a media hora y que magistralmente disfraza para que cundan , para que pasen rápido, sin enterarse. En la cabeza del cliente y tamben en su mente se produce esa sensación de trabajo bien hecho y fugaz, entretenido.

Otras veces, el apuntar en la libretilla (que se hace sitio a base de algunos breves dobleces en una repisa en la que el secador comparte espacio con un voltímetro, de los que convierten la luz de 125 a 220 vatios, que mira de reojo a los botes con líquidos y lociones de diferentes marcas), viene tras haber cogido su teléfono móvil para recibir el encargo. Una repisa que parece de aglomerado forrado con una amarronada formica.

Y vuelve a su tarea, a cortar poquito a poco. Es capaz, faltaría más, de hablar y hacer el trabajo a la vez. De contar y cortar, de hablar y rasurar, de reír y perfilar, de casi llorar y encoloniar. Pero a veces, no para estirar la espalda que la tiene como un joven de 18 años, sino para dar ese tempo al oficio de barbero, de peluquero-amigo, se para y gesticula, pero no demasiado, apuntes. Incluso en ocasiones vuelve a trasladar la tijera de la mano derecha a la izquierda. Si le miras, es posible que él esté haciendo lo mismo. Como mucho desvía la mirada hacia los clientes que están sentados esperando turno.

Mira pero no para escudriñar ni para comprobar que le estás escuchando. Tampoco porque no le quede más remedio al arco del recorrido de los ojos en un estrechísimo local que no llega a los 10 metros cuadrados de superficie. Te mira porque allí dentro vas a cortarte el pelo, pero no sólo a eso. A veces, incluso, ni siquiera a eso. Vas a compartir, a escuchar a la experiencia, a poner un granito de conocimiento en la ingenuidad que siempre deja abierta Juanito para aprender cada jornada un poco más, aunque los días de su vida ya conozcan la cifra de los 25.000 cumplidos. Juanito sigue teniendo la esencia de los peluqueros de otra generación que dan ejemplo a los que quieran ejercerlo. Pero, sin embargo, ha sabido comprender y poner en práctica que los dedos ni siquiera deben rozar, descartando lo que muchos de sus colegas de antaño proponían al cliente tal si de berbiquíes se tratase en el cuero cabelludo.

Y vuelve otra vez a la tarea. Si es en verano, acompañado de un ventilador que comparte una de las cuatro esquinas con la papelera. y en la contigua un botijo de los de siempre, de barro, de los que conserva fresquita el agua. Si es en invierno, una estufa de butano para que la estancia esté caldeada porque en cualquier estación siempre hay un ambiente muy agradable. Y la música, en lo alto de un armario pequeño y alargado como si quisiera proporcionar un fondo agradable a la pequeña peluquería y, por si alguien no quisiese escucharla, que tengan la posibilidad las notas del pentagrama de escaparse por un ventanuco de 20 x 20 (como mucho) que respira al portal vecino.

Parar, conversar, escuchar y volver a la tarea. Ese trabajo que no empieza cuando te sientas y te coloca el suave protector sobre el cuelo antes del baby. No, normalmente siempre empieza con un "Mira que música me he comprado" o "mira lo que dice el periódico". Cabe todo, los CDs, los periódicos, el botijo, el armario, el reproductor de música, la estufa, la papelera, la repisa, el espejo, las sillas de sentarse, las dos sillas de peluquería aunque únicamente use una, los carteles anunciando tal o cual acontecimiento, la lotería de su cuadrilla de Andas, la lista de precios que se ha quedado dormida y atrofiada...

Juan Cerrato Porcuna, el peluquero de la calle Cardenal Herranz Casado, que adorna sus tarjetas de visita (las tradicionales y rectangulares con fondo blanco y caracteres negros) con su nombre y su primer apellidos subrayados en diagonal, con el número del móvil precedido por un icono de aquellos teléfonos negros de las oficinas del siglo pasado, con ruleta y agujeros para marcar el ring ring hasta aquel tope que tanto impulso daba entre digito y dígito recorrido por el dedo pulgar. Y con un caballero de perfil, perfil derecho, sin ninguna entrada y pelo largo caído en pico hacia la rabadilla.

Sí, Juanito es una institución para sus clientes y su gente. Es un tipo con todas las letras y con todas las de la ley. Un entregado a su causa que ha sido y será, la peluquería. El lunes no es el día en el que empieza la semana ni el sábado cuando la termina. Siempre habrá clientes esperándole a las nueve de la mañana, a las cuatro y media de la tarde de cada jornada, de los que han pedido vez o de los que esperan que el primero esté antes que el siguiente si no hay lista por el medio. Y los domingos, los que han dejado kilos y kilos de pelo recortado durante tantos años en las manos y las tijeras de Juanito antes de que cayeran al suelo para que él mismo los barriera, también le esperan. Impedidos, cojos, sin poderse valer o sin poder ya, desgraciadamente, conocer. El hombre del maletín, esos días festivos, va de puerta a puerta con su herramienta. Para cortar el pelo en casa de los que tantas veces confiaron en su hacer y en su peluquería. La fidelidad que en algunos casos se ha ganado cortando el pelo a los hijos de los hijos de los hijos. Hasta tres generaciones seguidas siguen confiando en el pulso de Juanito y conteniendo la respiración (más por intuición que por necesidad), cada vez que esa navaja barbera de mango color marfil, se desliza por la patilla o por la parte posterior del cuello o en la trasera de las orejas. A domicilio, como si se tratase de devolver el mismo cariño con el que sus clientes especiales de esas jornadas festivas, le consideran "su peluquero". Con él pasaron excelentes raros. Ahora que no pueden subir hasta la Calzada, también. Pero algo menos, aunque ese menos es el tiempo suficiente que tiene Juanito para hacer que dejen de llorar, emocionados, y hablen de fútbol, fundamentalmente.

No miento si digo que se ha pensado lo de la jubilación e incluso que conoce los pasos a dar. Pero tampoco faltaría a la verdad si afirmara que quiere tener cuerda para rato y que si alguna vez flaquea, lo disimula muy bien.
Son las diez de la noche de cualquier sábado. Aún sale luz por el metro y poco de puerta de la peluquería de Juanito, sin luminoso ni reclamo. No los necesita. En la calzada y en la acera hay un reguero de agua. Juanito ya ha barrido y fregado el local, ya ha quitado los pelos de la repisa, esos rebeldes que no caen sino que intentan buscar algo más cercano para reposar que el suelo firme. Ya sin el batín blanco por el que resbalan los cabellos.

Está con el jersey, o con la camiseta blanca de tirantes que deja correr el aire en las calurosas jornadas veraniegas. Y con la bayeta amarilla en la mano. Y se para, como lo hace cuando te está rapando, aunque ahora no vayas a eso. Y habla. Y vuelve a mirarte, no para escudriñar ni averiguar de qué vas. Lo hace para entrar en la conversación, con el cariño y la cercanía civil que dan esos ojos pitillosos, pequeños como su boca de piñón, en un rostro alargado aun más por las enormes gafas de pasta marrón. Y se pasa el rato y el tiempo. Y se cuentan cosas y casos. Y se oyen los coches circular y a la gente desde la acera decir: "Adiós Juanito", "Hasta mañana"...

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