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Jesús González Sánchez | Si el silencio es oro, Un Lugar Tranquilo (2018), la nueva película de John Krasinski, es una mina

Publicado: 27/04/2018 ·
10:21
· Actualizado: 27/04/2018 · 10:25
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  • Un lugar tranquilo. -
Autor

Jesús González Sánchez

Jesús González es graduado en Ciencias Ambientales y profesor de Educación Secundaria en El Puerto

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Análisis crítico (más pasional que racional) de los mejores estrenos cinematográficos de cada semana

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Si el silencio es oro, Un Lugar Tranquilo (2018), la nueva película de John Krasinski, es una mina. El actor y director norteamericano, conocido por su papel en la versión americana de The Office (2005-2013), da un vuelco a la constante tonal de su filmografía —el humor— para conformar una interesante obra de terror que se sustenta en la tensión dramática con la que conviven sus protagonistas: una familia aislada en el silencio intenta sobrevivir a una invasión alienígena de letales criaturas que, debido a su ceguera, se guían por el más leve ruido para cazar a sus víctimas.

John Krasinski, que protagoniza la cinta junto a Emily Blunt, propone al espectador un pacto de silencio que este acepta gustoso gracias al potentísimo prólogo que abre la cinta, una maravilla de contextualización narrativa que, además de introducir los elementos argumentales en los que se asienta la película, funciona como el origen del conflicto dramático que recorre la espina dorsal del relato y que conmociona a cada uno de los miembros de la familia protagonista. Tras el prólogo, que sucede tres meses después de la llegada extraterrestre, la cinta da un salto en el tiempo para mostrarnos la insólita rutina familiar, marcada por el afán de supervivencia y por la necesidad de mantener siempre un silencio constante, bajo la insoportable tensión de que cualquier ruido accidental desencadene la tragedia.

Quedan patentes, a través de un magnífico trabajo actoral y de dirección, las tensiones que subsisten y parasitan el núcleo familiar y que poseen un nexo común: el sentimiento de culpa; que se apodera de todos y cada uno de los personajes y que aflora a la superficie en forma de cobardía, redención, melancolía o responsabilidad.

La genial puesta en escena y las insanas dosis de angustia que producen las situaciones del guion (casi un clímax continuo) parecen impropias de un director inexperto en el género, cuyas referencias parecen tan obvias como acertadas: el diseño de los monstruos y el estrés que desata el mal presentimiento de que estos aparezcan en escena recuerdan a la estupenda Aliens (James Cameron, 1986); la invasión alienígena y la ambientación —ese maizal— homenajean a Señales (M. Night Shyamalan, 2002); y el espíritu que embebe la narración y que la provisiona de imágenes potentes y perdurables en el imaginario del espectador honra el poder de la ficción desatado en La Guerra de los mundos (Steven Spielberg, 2005).

Pero lo que hace única una película como esta, además de su espectacular diseño de sonido y el uso integrador de la banda sonora, es la convicción y la veracidad con la que John Krasinski apuesta por narrar una historia original sobre el miedo a la pérdida que persigue de por vida a cualquier progenitor, idea reforzada por una espléndida ruptura del silencio que demuestra que la insurrección de las palabras, más que devaluar el silencio, convergen en este para dar significado a todo lo que acontece, más cuando se trata de escenificar el sacrificio constante al que se someten los padres por el amor que les une a sus hijos.

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