Como médico, me siento interesado por los síndromes, ya se trate de cuadros clínicos somáticos o de problemas psíquicos con disturbios conductuales. En tal sentido, he comentado en esta tribuna de opinión, entre otros, el síndrome de Estocolmo, propio de los secuestrados que muestran empatía hacia su captor; el síndrome de la Moncloa, que suele afectar a nuestros jefes de gobierno; el síndrome ni-ni, de los jóvenes que ni estudian ni trabajan, y el síndrome del norte, que sufren algunos miembros de las fuerzas de seguridad desplazados a Euskadi. Siguiendo la misma línea, quiero hacerme eco hoy del llamado "síndrome del emperador", un problema de actualidad y de frecuencia creciente.
El síndrome del emperador o del niño tirano, como también se designa) se exterioriza en forma de agresividad de un menor hacia sus padres: insultos, amenazas e incluso agresiones físicas de diversas gravedad. Su incidencia es más elevada de lo que se supone: se han registrado hasta 6.500 denuncias por esta conducta a la Fiscalía General del Estado en un año, y eso es solamente el ápice del iceberg, ya que muchos padres soportan estoicamente las ofensas de sus hijos y se resisten a delatarlas. En EE.UU. se habla de un porcentaje del 7 al 18% entre familias tradicionales, que se eleva hasta el 29% en los monoparenterales. Los chicos tienen un promedio de edad de 16 años. La víctima, una vez más, suele ser la madre.
Cuando se pretende analizar la causalidad de esta bárbara conducta, deben ponderarse -como en casi todos los problemas patológicos- factores de índole ambiental o peristáticos junto a otros de carácter genético. No puede negarse la influencia de un entorno familiar proclive a su desarrollo: padres que no atienden a sus hijos adecuadamente, permisivos o de conducta poco ejemplarizante. Asimismo participa una escolarización de escasa exigencia, que no inculca los valores éticos de obediencia, estímulo al trabajo y responsabilidad. Y aún más perverso resulta el papel de los medios de comunicación social, sobre todo TV e Internet, que ofrecen paradigmas de rebeldía ensalzados como heroicidades y metas de hedonismo de fácil alcance.
Pero, como muy sensatamente señala el psicólogo criminalista Vicente Garrido, también hay que contar con factores constitucionales sobre los que el ambiente ejerce su maléfica influencia. Habla de un desarrollo deficiente de la conciencia, que se traduce por falta de claridad de ideas para distinguir el bien del mal, inmadurez afectiva y ausencia del sentido de responsabilidad.
Lo cierto y verdad es que, cada vez más, encontramos en esta sociedad en descomposición flagrantes ejemplos de maldad, incluso en los más jóvenes ciudadanos.
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