La reforma planteada

Publicado: 22/02/2013
Que las empresas que financien de manera irregular a partidos políticos no puedan contratar con el sector público me parece bien, tanto como que los partidos que acepten ser financiados de manera irregular por empresas no puedan gobernar
Cuando Arguelles, Pérez de Castro, Muñoz Torrero y Espiga, padres de la Pepa, decidieron que “se pondrá ayuntamiento en los pueblos que no le tengan, y en que convenga le haya, no pudiendo dejar de haberle en los que por sí o con su comarca lleguen a mil almas, y también se les señalará término correspondiente” no imaginaban los sucesivos avatares que sufrirían a lo largo de dos siglos. No creo que en nuestra España haya habido otra institución que haya sufrido tantas reformas, una por cada cambio de régimen, si bien es la actual democracia la que se lleva la palma y deja a las claras lo molestos que son los municipios para los poderes centrales: la cercanía con el ciudadano resulta peligrosa.

Bases de Régimen Local. Desde que la Constitución de 1978 consagró la autonomía municipal y la suficiencia financiera de la administración local pasaron siete años hasta que se consiguió aprobar la ley de Bases de Régimen Local, que se centraba en potenciar esa ansiada autonomía y que, al tiempo, democratizó su funcionamiento y determinó las competencias que se estimaban básicas para la ciudadanía, estableciendo un correlativo sistema de financiación con la Ley de Haciendas Locales. En aquel momento lo importante era constituir unos ayuntamientos democráticos que pudieran cubrir los servicios básicos de las ciudades.
En 2003, con Jose María Aznar a la cabeza, se aprobó la Ley de Medidas para la Modernización del Gobierno Local: eran tiempos en los que preocupaba conseguir una administración avanzada y, sobre todo, eficiente, tiempos de potenciar la participación ciudadana y reforzar el control democrático donde, a la vez, se reconocía la complejidad de los municipios de gran población dotándoles de una organización especial. La calidad de los servicios prestados a los ciudadanos y su satisfacción era lo único importante. Esta preocupación por la calidad evolucionó hacia la obsesión impertinente por la cantidad, colmar a los vecinos con todo tipo de servicios y actividades a ser posible gratis o, lo que viene siendo parecido para el receptor, subvencionadas, lo que llevó a la falta de financiación y a la demanda de una urgente nueva reforma local. 
Y no nos engañemos, el problema no era reducir gastos y, por tanto, actuaciones, sino conseguir la financiación adecuada para seguir dotando la ciudad de multitud de servicios, instalaciones y actividades de todo tipo y color: deportivas, culturales, lúdico-festivas, para la tercera edad, para jóvenes, para niños, de género, talleres de chi-kung, yoga, bailes de salón o defensa personal, hasta el punto que cualquier proyecto, por estrambótico que en principio pareciera, resultaba bien acogido. Los programas electorales de cualquier partido en cualquier ciudad eran a modo de catálogo de ofertas, a ver quién ofrecía más.
Por entonces no importaban los costes, ni el déficit, ni había una señora Merkel sobrevolando cual bruja sobre escoba sobre la hacienda pública; el mejor ayuntamiento era el que más servicios prestaba, aunque sus cuentas aumentaran el déficit año tras año, dato que se encontraba en el listado de temas “políticamente incorrectos”. Y de eso, de la deuda que iba acumulándose, nadie hablaba porque, en general, a pocos importaba: ya se pagaría.

Sevilla y Montoro. El Anteproyecto de Ley Básica del Gobierno y la Administración local, presentado en 2006 por el ministro de Zapatero, Jordi Sevilla, planteaba una reforma del régimen local profunda y con varios objetivos: clarificar y actualizar las competencias municipales, establecer un sistema de financiación incondicionado para evitar la prestación de servicios deficitarios, reformar la organización interna dotando de más fuerza a los grupos de la oposición a través del Estatuto de los Representantes Locales, aumentar la participación ciudadana por medio del Estatuto del Vecino, las consultas populares y las iniciativas ciudadanas y, finalmente, establecer mecanismos obligatorios de información y publicidad de la actividad del gobierno local, incrementando con ello su transparencia. Reforma que por la profundidad y extensión fue muy aceptada por los municipalistas acérrimos, pero levantó serias reticencias en el ámbito político y, con lo cual y en consecuencia, durmió el sueño de los justos.
En julio de 2012 el ministro Montoro, San para muchos y no tanto para otros tantos, presenta el borrador de la Ley de Racionalización y Sostenibilidad Local, epígrafe con el que se vino a lanzar el mensaje de que el problema económico más importante que existe en el sector público son los ayuntamientos y, por ello, había que racionalizarlos  y reducir gastos a golpe de limitaciones a su autonomía. En un escenario en el que los ciudadanos reclaman recortes en la estructura pública y  política, se anunció a bombo y plantillo varias medidas de gran calado popular. Ya no es un objetivo la eficiencia, la transparencia, la democratización de las estructuras municipales y el fortalecimiento de los municipios porque, ahora, la prima de riesgo manda y los ayuntamientos se sitúan en las cajas de latón del puesto de feria.
El borrador fue sufriendo modificaciones ante las presiones de los colectivos más perjudicados, llegando al texto, digamos light, presentado el viernes pasado en Consejo de Ministro y en el que ya no se habla de la reducción del número de concejales, ya no se suprimen  pequeños municipios, salvo que sean deficitarios, y ya no se eliminan las pedanías, quedando un anteproyecto que claramente tiene como objetivo establecer un férreo control del gasto y del coste de los servicios municipales. Y no digo yo, faltaría, que no haga falta, que por supuesto, pero la verdadera Ley de Racionalización y Sostenibilidad que  la ciudadanía demanda es la del sector público, en su totalidad, y la del sector político, en particular, y de eso parece que se han olvidado.
Utilizar a los ayuntamientos como únicos chivos expiatorios está feo, a mi modo de ver, y solo plantea soluciones al problema en parte cuando el momento, la ciudadanía y, sobre todo, la necesidad de afrontar el futuro con garantías requiere de mayor firmeza en todos los frentes y no de capas de pintura ligeras para decorar el momento, que es la sensación que deja esta nueva reforma. Decorar tiznando solo a los ayuntamientos, que como decía antes necesitan de otra pintura pero acorde con este lienzo nacional desdibujado, no ofrece para nada signos claros y firmes de avance hacia ese nuevo orden social y económico necesario, y el tiempo que se ha perdido y, que de hecho, se está perdiendo entre debates insulsos y el y tú más, está resultando clave de cara a esa recuperación que no llega.

Financiación. Y como ejemplo, lo último. Que se plantee que las empresas que financien de manera irregular a partidos políticos no puedan contratar con el sector público me parece bien, tanto como el que los partidos que acepten ser financiados de manera irregular por empresas no puedan gobernar –pero esto no se dice-. Porque, creo recordar, tan aquello viene siendo el que da como el que gustosamente recibe. ¿O eso también ha cambiado con la crisis?

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