El jardín de Bomarzo

Vuelva usted mañana

“Denigrar al empleado público se transforma fácilmente en un desprecio a lo público que es lo único que en esta sociedad depredadora nos sirve y nos iguala”. Joaquín Leguina

“Denigrar al empleado público se transforma fácilmente en un desprecio a lo público que es lo único que en esta sociedad depredadora nos sirve y nos iguala”. Joaquín Leguina

Decía Paco Umbral, de quien siempre recomendaré su triología de Madrid por esa certera y envidiable pluma que le distingue, en su artículo Los placeres y los días. Un crisma (o eso): “De Quevedo a Larra en adelante, aquí todo el mundo ha denunciado la ínfima calidad de nuestro funcionariado, con excepciones. En los bancos y en la empresa privada se selecciona a la gente por eficacia. En la política se selecciona por amiguetes, afinidades ideológicas y otras mediocridades. Gracias a esta tropa pudo escribir tanto Galdós”. Desde el siglo XVIII nuestra literatura, artículos periodísticos y chistología están plagados de críticas, sarcasmos y burlas contra el empleado público y de su análisis se puede afirmar que cuando más abundan es en épocas de crisis económica porque resulta cómodo focalizar en ellos el origen y la causa de todos los males porque, sencillamente, tienen un trabajo fijo pagado con dinero de todos y, de este modo y por añadidura, el foco no se pone en la gestión política. Son situaciones proclives a denostar al empleado público e interesa entonces reducir las administraciones a su mínimo existencial, pero muy pocos son quienes analizan de verdad el tema desde perspectivas orientadas a ensalzar lo público y a contextualizar el mensaje contenido en el artículo de Larra “vuelva usted mañana”. Como remar a la contra me pone, me pongo. Porque, créanme, todo es política.

Los covachuelistas. Así se llamaba al empleado público en el antiguo régimen porque las oficinas ministeriales se encontraban en las covachuelas -sótanos del Palacio del Buen Retiro-, sitio cutre donde se visualizaba la degradación a la que estaban sometidos unos funcionarios desprestigiados por políticos y por toda la sociedad. Hoy todos conocemos empleados públicos muy vagos, también los hay desconsiderados con los ciudadanos y, otros, muy, muy cara duras, verdaderas figuras en el arte del escaqueo, que dedican su tiempo y esfuerzo en dominar todos los vericuetos del texto del convenio colectivo para conseguir duplicar sus días de permiso o para obtener un aumento de retribuciones percibiendo todos los pluses y complementos que sólo la imaginación puede contemplar o que provocan deliberadamente la necesidad, innecesaria, de realizar horas extraordinarias como mecanismo de aumento de su sueldo. Hay otros, llamémosles los proactivos, que hacen de su vida laboral una auténtica dedicación al servicio público, que tienen a la administración para la que trabajan como si fuera su propia empresa y a los ciudadanos como sus jefes, que se implican en jornadas laborales sin límites, que no esperan a recibir órdenes para realizar lo que deben hacer, en definitiva, que trabajan con el objetivo de la eficacia y eficiencia. Y, por último, una gran mayoría cumple con su obligación, con su jornada y con sus cometidos, sobre los cuales nada se puede objetar, ni nada resaltar. En todo caso, hay de todo, como lo hay en una empresa privada, como lo hay en cualquier familia o grupo social.

La productividad en la administración. Las retribuciones de los empleados públicos están definidas por ley de tal modo que obedecen al nivel de formación del empleado, a su antigüedad, a la categoría del puesto que ocupa y a la valoración de sus funciones. Todos los empleados que estén en el mismo puesto deben cobrar idéntico salario, salvo la antigüedad que tengan. Para retribuir el especial rendimiento, la actividad extraordinaria y el interés e iniciativa con que el funcionario desempeña sus funciones la ley contempla el llamado complemento de productividad y, por medio de él, se diferencia retributivamente al empleado proactivo sobre los cumplidores y sobre los cara duras. De tres empleados en un mismo puesto sólo el proactivo merece el complemento de productividad, según ley, sensatez organizativa y equidad retributiva. El cumplidor merece su sueldo y el cara dura un expediente disciplinario o el despido, caso que casi nunca se da y que es motivo de otro debate y, si me apuran, de otro artículo. Me centro.
En una fábrica, por ejemplo de componentes de automóviles, es fácil establecer objetivos de volumen de fabricación y/o volumen de ventas para fijar unas retribuciones variables por objetivos. En una administración pública es muy complicado establecer objetivos, cuantificarlos y medirlos sin que se produzca la perversión del sistema. Me explico, si se establece como objetivo alcanzar un número mensual de resolución de expedientes, la imaginativa mente humana, alentada por la codicia, enseguida dará con la forma de resolver un buen número de ellos, aunque la calidad de su contenido deje mucho que desear y si la resolución la puede fraccionar en dos, mejor porque cobrará más. Y si el trabajo de uno depende de la cadena de otros, puede darse el caso de que la diligencia del proactivo se difumine por la pereza del cara dura, lo cual es notoriamente injusto. Otra opción es establecer objetivos por departamentos, con lo que al final se premiará por igual a todos sus componentes, entre los cuales seguro que son minoría los proactivos gracias a los cuales se alcanza el objetivo, sistema que acaba por desmotivarles y tentarles a convertirse en cumplidores o incluso en cara duras. Después está el sistema que premia a todos por igual, hayan o no mejorado la gestión, procediendo a dar productividad a todo un colectivo por niveles; estamos ante el ejemplo más claro de desnaturalización del complemento de productividad, normalmente reclamado por los mediocres y vagos, conscientes de que nunca podrían obtener una productividad si se fija por el especial rendimiento o dedicación que ellos no aportan. Esto me lleva directamente a la conclusión de que en una administración pública los sueldos deben ser valorados objetivamente en relación a la formación que requieran y a la responsabilidad que conlleven, así como al resto de particularidades de riesgo que puedan caracterizarles y sin que haya disfunciones inexplicables, de origen inconfesable, que den como resultado una sobre valoración o una infra valoración arbitraria de los puestos de un colectivo sobre los de los otros. Y una vez estén los puestos valorados, ¿quiénes tendrán derecho a una productividad? Exactamente y en todo caso los proactivos de la organización, sean del colectivo que sean, aquellos que casi no hace falta cuantificar y medir su trabajo porque es patente, público y notorio que se esfuerzan y rinden mucho más que el resto de empleados y que, motivados al sentir su sobreesfuerzo recompensado, tiran del carro e implican un ejemplo a seguir ante el resto de la organización; para estos y sólo para estos procede una productividad. Obviamente aquí no caben los “amigos” o los “afines políticos”, porque si se incluyen injustamente otra vez el sistema se pervertirá para convertirse en un reparto de prebendas. Como escribió en 1856 José María Antequera: “La burocracia corre también el riesgo de corromperse, convirtiéndose entonces la administración en una de las plagas del Estado, con su consabido sistema de nepotismos y premios a los amigos políticos“. Pues eso.
Por otra parte, si mejorar la eficiencia de los servicios públicos es hacer lo mejor al menor coste es incomprensible que la organización del trabajo de la administración provoque la necesidad de horas extras o “compras de descanso”. Establecer un sistema que permanentemente implique esto puede llevar a que durante la jornada normal de trabajo se haga lo mínimo para poder concluir que hace falta trabajar por las tardes o en festivos y, muchas veces, por ahí se pierde más que lo que se intenta reducir a través de despidos.

Manuel Azaña, en su artículo Grandeza y servidumbre de los funcionarios, decía: “Es de interés primordial para los españoles que el Estado acapare (en lo posible) los mejores ingenieros, los mejores médicos, los mejores letrados, disputándoselos a la industria privada y a las profesiones libres. Abaratar la administración no es criterio admisible, porque mientras siga siendo defectuosa e incapaz, por poco que cueste, será muy cara. Y en punto a baratura, ahí están, como planteles, los asilos de ancianos donde habrá muchos que por el jornal de un bracero se presten a ser consejeros de Estado”. Yo me permito añadir que es interés de los españoles abaratar la administración pública en todo aquello que sea innecesario, eliminar el reparto de prebendas injustificadas y sobre sueldos inmerecidos y primar, motivar y retribuir adecuadamente a los que de su trabajo depende la satisfacción de los ciudadanos por la mejora de la calidad, eficacia y eficiencia de los servicios públicos. Eso sería lo justo. Pero lo real es anunciar cíclicamente la necesidad de reformar la administración para hacerla más eficiente y, a la hora de la verdad, dejarlo para mañana, vuelva usted.

Pd. Al hilo de todo esto y sin entrar demasiado en detalles porque el concepto espacio tiempo no me ha dejado hueco, solo destacar la demanda que por derechos fundamentales se ha cruzado de nuevo en el tránsito del gobierno popular jerezano. Una más que debería hacer reflexionar a quienes deciden y a quienes asesoran. Apunto, señalo y disparo.  

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