“Nada nace de la nada y de la nada, nada nace”. Esa frase se la he tenido que escuchar hoy, lamentablemente, a un sacerdote en la capilla del tanatorio. Estábamos allí para despedir a un hombre sin enemigos; un hombre reservado y discreto, pero que cuando te regalaba su amistad era eso, un regalo que te daba la vida. Un hombre que sin reloj, llegaba puntual a los lugares donde tenía que estar. Que no tenía coche aún viviendo a las afueras de la ciudad. El hombre que, con su gabardina y su porte siempre (digo siempre) de señor era el dueño de esa segunda fila que tan poco gusta a tantos en esta ciudad.
Se ha ido, en silencio y en blanco y negro, aunque nos ha dejado toda una amalgama de colores con su recuerdo. ¿Quién no ha recibido un sobre amarillo con una instantánea salida de su destreza y firmada en el reverso con sus apellidos? “Pásate por el Mercantil, que te he dejado un sobre”, te decía por teléfono. Y sabías sobradamente qué contenía. Lo que no sabías era en qué momento te había captado. Jamás, nunca, de ningún modo y absolutamente, la imagen impresa en el papel era para que nadie la viera. Al contrario: gustaba a uno de enseñarla porque el momento era importante y único, e incluso detallista.
Los cientos de miles de disparos de su Leicafueron ordenados y catalogados por dos tipos serios y honestos: Álvaro Pastor y Pepe Morán. No los pudo elegir mejor. Sabían lo que tenían entre las manos, algo más que la herencia de uno de los pocos notarios de esta ciudad, que en sus ratos libres vendía trajes y americanas azules de función principal en Cortefiel. Eso era solo un trabajo que le daba para vivir. Su pasión estaba en arrugar su cara, cerrar un ojo y torcer sus labios para mirar por el objetivo. Y disparar. Y disparar. Y disparar…desde esa segunda fila a la que antes aludía, donde se movía como nadie.
Ahora se ha ido y nos deja negativos inolvidables que guardan el positivo (lo mejor) de la ciudad. Porque aquello que no quiso que se viera nunca, que lo tuvo e imagino que mucho, lo pasó por la tijera: no se puede hacer daño a lo que se ama, me creo que pensaría.
Se va y nos deja la instantánea para siempre, en su sobre amarillo en el mostrador del Mercantil: “Niño, pásate y recoge un sobre”. Un sobre con una foto, un instante de nuestra vida que él sabía regalarte. Y sí, con un garabato en su anverso, en el que se leían con claridad sus apellidos: Martín Cartaya.
Descanse en paz.