En el mundo cofrade hay determinadas cuestiones -extraordinarias, costaleros, bandas...- contra las que muy pocos aciertan a posicionarse públicamente por sobrados que sean sus argumentos. Por respeto a su propia cofradía, por evitar enemistades innecesarias o por mera rendición ante las corrientes dominantes, la prudencia invita al silencio mientras la procesión discurre por dentro: en ella pervive al menos el niño que descubrió sus devociones bajo la cariñosa influencia de alguien cercano, como si bastara el consuelo del recuerdo intacto.
Para no señalar a nadie a las puertas de un cabildo, y porque lo han expuesto mejor de lo que yo pueda hacerlo, permítanme referirles las opiniones -que comparto- de dos articulistas a los que admiro desde hace muchos años. El primero, Carlos Colón, porque fue uno de los profesores por los que mereció la pena pasar por la facultad de la calle Gonzalo de Bilbao; el segundo, Pedro Sevilla, porque a su personalísima voz, impregnada de una humanidad que adquiere relevancia desde lo cotidiano, une la condición de poeta: la vida hecha de versos.
Carlos Colón, ya desde mayo pasado, viene advirtiendo de un peligroso síntoma: la “
magnatitis”, que “tan gravemente nos afecta”. Y este octubre terminó por darle la razón al alcalde de Sevilla cuando afirmó aquello de
“no podemos convertir lo extraordinario en ordinario”. Escribió entonces: “Estoy de acuerdo con él. Y muchos cofrades también, aunque la mayoría susurrante se cuide de no decirlo en voz alta (...). El alcalde, prudente dentro de su imprudencia, utiliza ordinario en su primera acepción que alude a lo habitual y normal. Pero las cosas están yendo tan lejos que también se admite la tercera acepción: vulgar (...). No corresponde al alcalde poner orden, racionalidad y medida en el desmadre de las salidas extraordinarias.
El problema es que a quienes corresponde hacerlo hacen justo lo contrario. No solo no lo consideran un problema, sino un logro evangelizador (...). Quienes deben fomentar la devoción, fomentan el espectáculo hueco”.
Pedro Sevilla, por su parte, escribió a raíz de la Magna en Jerez: “No quiere uno topar con la Iglesia, pero tampoco quiere callarse lo que piensa y siente de algunas de sus últimas tendencias que, con todo mi respeto, van en dirección contraria al sentido común y al sentido religioso propiamente dicho. A ver si me explico:
la Iglesia no puede, o no debe, prestarse a espectáculos folklóricos ni puede convertirse en un apéndice de las concejalías de Turismo de los Ayuntamientos. Sacar santos a la calle sin ton ni son para fomentar aglomeraciones de consumidores (...) me parece un sin sentido que, entre otras cosas, va a conseguir que la Semana Santa pierda su genuino sentido de celebración anual (...).
No sé si la Iglesia cree que prestándose a estas salidas intempestivas va a fomentar la fe o a acercar a la gente a los templos. Creo, insisto que con todos mis respetos, que es exactamente al contrario: la gente empieza a ver ya una procesión con el mismo recato que cuando está viendo cantar a una chirigota”.
A la propia
consejera de Cultura, Patricia del Río, se le escapó este domingo, a la salida de la Catedral de Sevilla, cuando resaltó la importancia de un evento de estas dimensiones para Andalucía, para Sevilla,
para nuestra cultura y nuestra fe, “y para la economía, porque genera actividad y empleo”. Lo podría haber dicho en primer lugar y nadie se habría extrañado.
Hemos asumido y asimilado de forma tan exacta que somos ciudades de servicios que, sea el evento que sea, no vemos otra finalidad que la de generar actividad económica y empleo, y hablamos de magnas y zambombas como si fueran la misma cosa, puesto que el objetivo final es llenar de gente las calles del centro de las ciudades. Sólo así ha sido posible, en apenas un par de semanas,
asistir a la normalización de dos anacronismos: cantarle nanas a un Niño un mes antes de nacer y celebrar su Nacimiento mientras lo vemos morir en la cruz.