Jean-Jacques Rousseau. Confesiones.

Publicado: 20/06/2009
El verdadero genio sabe sacar partido de sus contradicciones transformándolas en virtudes ultrasónicas. La adversidad se vuelve estímulo hasta que suena la hora de establecer límites a la propia resistencia. Para Jean Jacques Rousseau (1712-1778) ese límite fue “la soledad más salvaje”. Desengañado del género humano (y aparte de en su obra), buscó refugio en la ociosidad, la pereza, la holgazanería y la botánica. En la paz del campo, en contacto con la Naturaleza, Rousseu intentaba salvarse de los peligros derivados del monstruoso complot urdido contra su persona. Una espantosa confabulación que adquirió dimensiones universales. Aquello que en principio parecía una sucesión (demasiado numerosa) de incidentes casuales era, en el fondo, un acuerdo internacional que perseguía la ruina de un hombre cuyo delito fue haber pensado por su cuenta, sin someterse a dictados de élite ni convenciones sociales. En la conjura había estadistas, intelectuales expertos en manipular a la opinión pública, aristócratas, burgueses, damas encopetadas que regentaban salones, poetas, artistas y clérigos. Metidos en el ajo estuvieron Voltaire, Diderot, d’Alembert, d’Holbach y el resto de la Ilustración. Tras un violento enfrentamiento, Rousseau se enemistó con David Hume, su hospitalario protector en Inglaterra, al que consideró un agente doble al servicio de sus antagonistas.


La manía persecutoria integra el catálogo de delirios autorreferentes de la paranoia. Pero también se contempla como un tipo de trastorno que no es sino “el reverso etiquetado, proscrito, discriminado y difamado de lo que se califica en el lenguaje popular como desconfianza saludable”. Es producto de sociedades en las que el sujeto es reducido a objeto; y es la manifestación de una relación polarizada entre la vida y el poder. (Véase: Colectivo Socialista de Pacientes: SPK. Hacer de la Enfermedad un Arma). El factor paranoico de Rousseau lo impulsó a redactar sus textos autobiográficos: Las Confesiones, Diálogos de Rousseau juez de Jean-Jacques y Las Ensoñaciones de un Paseante Solitario, todos publicados, póstumamente, en 1782.

Estos tres libros entretienen y divierten como novelas. Rousseau es un narrador excelente. En Las Confesiones (1765-1770) se extiende sobre intimidades como su masoquismo. Estando bajo la tutela de su tío Bernard, éste lo envió a Bossey (Cantón suizo de Vaud, cerca de Nyon,) como discípulo interno en casa del pastor Lambercier. La hermana del sacerdote, mademoiselle Lambercier, era una mujer maternal pero sabía cuándo era necesario el jarabe de palo. Azotado por esa hembra, Rousseau escribe: “Había sentido en el dolor y aun en la vergüenza como una mezcla de sensualidad que más me hacía desear que temer el castigo de su mano. Cierto que había en ello una como instintiva precocidad sexual”. Más adelante expone: “Contemplaba con ardientes ojos las mujeres hermosas, y las representaba luego en mis fantasías con ahincamiento, imaginándolas a mi manera, esto es, convertidas en otras tantas señoritas Lambercier. Pero esa extraña afición, siempre latente, llevada hasta la locura, incluso después de la pubertad, fue causa de que conservase honestas las costumbres”. Parafilia como fuente de moralidad. Además, por la misma época, el filósofo entabló amistad con Goton, una niña con quien jugaba a los colegios: Rousseau hacía de alumno indisciplinado y Goton de profesora, la cual golpeaba el culo de Jean-Jacques hasta que éste se corría de gusto.

Rousseau tuvo también ilusiones eróticas que reflejan su irrefrenable aspiración al incesto. A su tutora, maestra y amante, la baronesa de Warens (sólo 13 años mayor que él) la llamaba “mamá”; a su concubina Thérèse Levasseur, más tarde esposa, la designará como “mi tía”. El caso era introducir imaginariamente en el sexo un lazo de sangre, algo que contribuía sobremanera a que se le pusiera tiesa y a que el coito se desarrollara de forma gratificante para ambas partes. Rousseau aborrecía la homosexualidad masculina, pero no la femenina, como se vislumbra en La Nueva Eloísa (1761). El lesbianismo poseía, desde su doble condición de onanista impenitente y consumado voyeur, una estética sublime que le resultaba excitante hasta el éxtasis.

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