El sexo de los libros

Albert Camus: Calígula y la libertad

  • Albert Camus
Dice Jean-Marie Kellerman que “el deseo obsesivo en que consiste la libertad humana es un tigre de papel”, como afirmaba el presidente Mao del imperialismo norteamericano (Obras Escogidas. Tomo V, págs. 334-338. Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1977). Pero en otro sentido. Porque el llamado Gran Timonel se equivocó de medio a medio en su juicio sobre la capacidad de resistencia y perpetuación de un sistema de hegemonía mundial que salió victorioso de la Guerra Fría durante el pasado siglo. Si, como defiende en este caso Kellerman, la libertad es también un tigre de papel, los criterios del sociólogo suizo para realizar semejante alegación son más acertados y profundos que los que sirvieron al líder chino para desembocar en sus erróneas deducciones. El imperialismo estadounidense está, al día de hoy, más pletórico que nunca, aunque haya utopistas e iluminados que lo nieguen. La coincidencia entre Mao y Kellerman se limita al uso de la misma imagen metafórica, cuyo significado alude claramente a algo que, aparentando ser muy poderoso, en el fondo no lo es.


Para Kellerman, hablar del poder de la libertad es hablar de su peso y eficacia como valor real y factible, como ejercicio pragmáticamente viable por parte del ser humano. No es hablar de una aspiración abstracta ni, menos todavía, de una entelequia. No es hablar de un ídolo de la tribu, o de la caverna, o del mercado, o del teatro; ni de una mercancía electoral vendida fraudulentamente por la clase política, ni de un fantasma, ni de una sombra fugitiva, ni de las revelaciones del Zaratustra recogidas por el humilde ciudadano (adicto al cloral como somnífero) Friedrich Nietzsche (a quien, por súbita alucinación, veis ahora en Roma, ya tocado del ala, entrando en el mismísimo Palacio del Quirinal a preguntar “si no tenían una habitación silenciosa para un filósofo”). No es de esto —insiste Kellerman— de lo que se habla en relación al concepto de libertad: sino del tigre con todas sus rayas y, sobre todo, del material (simple papel) del que está hecho ese tigre: viejo depredador conocido de todos los racionales.

Para visualizar el problema planteado, Kellerman regresa al Calígula de Albert Camus: símbolo central de la célebre pieza dramática, titulada con el mismo nombre del emperador, escrita por el autor francés entre 1938 y 1939, luego bastante retocada hasta la versión definitiva de 1944. Al final de una larga serie de lúcidas reflexiones, expuestas con impecable maestría argumentativa y mejor estilo, el ensayista helvético concluye que la libertad en términos absolutos es perfecta y exactamente posible, pero conduce al caos, al golpe de Estado, a la guerra o al juzgado de guardia. Sin embargo, ese anhelo de libertad total e infinita que tiende, espantosamente, a rebasar los límites que impone la vida en sociedad y el básico respeto al prójimo, esa tentación, furiosa y bestial, experimentada en el fondo como una fuerza instintiva y arrolladora por cada uno de nosotros en los momentos oscuros, ese impulso de fiera salvaje dispuesta a consumar su apoteosis constituye —siempre según Kellerman— el factor decisivo que, en virtud de la conciencia, identifica a la humanidad como funesta infracción en la escala zoológica. La tragedia se resume en que dicho ideal de libertad eterna se bloquea por el sentimiento de auto-pánico que produce. Se bloquea, pero no se elimina: y, de hecho, continúa activo como una incesante corriente interior de baba negra que envenena la existencia del hombre. El estrepitoso fracaso de Calígula, al que tanto se asemeja el de Michael Jackson, demuestra que el Big Brother de Orwell tenía más razón que un santo cuando postulaba que la antítesis entre libertad y esclavitud era ridículamente ficticia.

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