Las sardinas arenques

Publicado: 26/11/2018
Autor

Adelaida Bordés Benítez

Adelaida Bordés es académica de San Romualdo. Miembro de las tertulias Río Arillo y Rayuela. Escribe en Pléyade y Speculum

Hablillas

Hablillas, según palabras de la propia autora,

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En cuanto se desclavaba la tapa, el olor inundaba el recinto, pegándose a los sacos de legumbres, a los artículos...
Se las ve disfrutando de un lugar entre las delicatesen del supermercado. El envasado a vacío impide que el olor agrio salga de la memoria, a menos que la mano las ponga en el cestillo de la compra. La duda ralentiza la decisión. La fuerza del recuerdo se impone a la curiosidad, a la comparación. Verlas dispuestas en círculo, en las cajas redondas, levantadas sobre un tonel era como contemplar un monumento en la tienda de ultramarinos, especialmente en aquellas que tenían despacho de vinos. En cuanto se desclavaba la tapa, el olor inundaba el recinto, pegándose a los sacos de legumbres, a los artículos, a la ropa de cuantos entraban a comprar, subiéndose al aire y saliendo desbocado a la calle a modo de reclamo. No hacía falta anunciarlas, avisar de su presencia en un pliego de papel de estraza donde la tiza no se deslizaba bien. Este olor delataba su presencia tantos días como estuviera abierta aquella rueda de madera que disparaba la imaginación de los chiquillos, que ayudaba a vencer la timidez infantil para pedirla cuando las sardinas arenques se acabaran, sabiendo que la respuesta del tendero sería una negación rotunda, clara, pronunciada con la seriedad del enfado.

 El paseo de aquellos días permitía esta compaña, inaguantable para unos, indiferente para otros y tradicional para la mayoría, por su aparición puntual, porque aquellas sardinas se festejaban tanto como los polvorones, a los que sucedían. Un cambio drástico para el paladar, una opción sugerente, distinta, y hasta retadora que en la actualidad puede disfrutarse todo el año, con la duda anotada al principio, la de los nostálgicos, aquella que rueda por la memoria igual que la caja que las contenía, tan mágica que los chiquillos las creíamos de oro, pescadas allende los mares, como en las novelas de aventuras que leíamos. No nos dejaban probarlas, por eso lampábamos por la miga abandonada en el papel de estraza, mortaja donde se quedaba la piel tras haberlas estrujado bajo la bisagra de  la puerta de la cocina. Y qué bien nos sabía, aún mejor por haberla comido a escondidas.

La hablilla de esta semana quiere recordarlas ahora que han alcanzado la exclusividad, en este lunes en que se cumplen ochocientas semanas de esta columna fija que pronto cumplirá la mayoría de edad. Es un motivo para dar las gracias a esta ventana a la que se asoman y a cuantos le dedican una mirada.

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