Cuando llegaba la Navidad, los niños de los noventa añadíamos una cita extra a nuestro calendario de celebraciones. Es cierto que, al recibir las vacaciones colegiales, todos teníamos claro que la llegada de los Reyes Magos, inocente y colosal, era la cima de todo el período. También subrayábamos Nochebuena y Nochevieja, por supuesto, aunque en segundo grado, pues conllevaban cierto grado de ordenanza, menester de la educación, que siempre agregaba algo de tensión al momento. No es de recibo negar la alegría del reencuentro con los familiares, pero la exigencia del protocolo adulto, en ocasiones, coartaba nuestra naturalidad infantil. Eran noches donde uno quería levantarse de la mesa y jugar como el resto del año, pero el reglamento de la casa no permitía estas licencias.
Lo cierto es que, al margen de lo pontifical, lo apostólico y lo civil, la celebración era también otra en nuestra niñez: la disputa de los partidos contra la droga. Lo insospechado y la aventura se entrelazaban en estos encuentros amistosos que hoy añoramos. La sorpresa de encontrar plantillas de cerca de cuarenta jugadores por combinado era indescriptible cada invierno: jugadores que no cabían en el banquillo y se subían a la grada, camisetas con dorsales imposibles durante el campeonato, incursiones de deportistas, toreros o cantantes… Todo aquello era un totum revolutum que convertía aquellas noches frías en pura fantasía. Recuerdo que uno mismo preparaba aquellos encuentros como si hubiera sido designado seleccionador: hacíamos nuestra lista de convocados, pensábamos nuestra estrategia, escogíamos nuestro once titular… Todo era un acercamiento a la aventura, un deseo de soñar en grande que sólo tenía cabida en aquella velada en que la televisión nacional nos regalaba esas pachangas para la historia. Eran otros tiempos en esto del fútbol, y aquellos, como las golondrinas de Bécquer, ya no volverán…
Lo cierto es que se fue perdiendo esta costumbre de Navidad al tiempo que íbamos conquistando la adolescencia. La ilusión la íbamos volcando en otros asuntos casi a la vez que escribíamos una nueva carta a los Reyes Magos. La Navidad se nos fue quedando huérfana de infancia y la luz del momento se fue oscureciendo, progresivamente, en el oscurantismo del poseer. Y es así que hoy, cuando añoramos aquellos partidos multitudinarios que llenaban estadios, abrazamos los años irreparables, esos que nos dicen que todo lo que buscamos no se puede comprar con dinero, ni aunque sea Navidad.