La carrera de Ed Harris, como actor, comenzó a hacerse popular desde los primeros ochenta, con
Elegidos para la gloria. Era por entonces un actor joven, de apenas 33 años, pero sus rasgos, sus arrugas y su anticipada calvicie hicieron que asumiera papeles para protagonistas de mayor edad. Tenía carácter de héroe americano, pero héroe con galones, riguroso, de conducta estricta y, en muchas ocasiones, asumiendo un segundo plano. De hecho, nunca llegó a dar la talla como protagonista absoluto, como le ocurría en
Abyss, lo que también le permitió combinar todo tipo de personajes, desde asesino en serie (
Causa justa), a director de operaciones de la NASA (
Apolo 13), de padre viudo (
Un regalo para papá) a director de reality show (
El show de Truman), de francotirador nazi (
Enemigo a las puertas) a agente de la CIA (
Una mente maravillosa), o marine traidor (
La roca), o enfermo terminal de SIDA (
Las horas), o el mismísimo Beethoven (
Copying Beethoven). En muy pocas ocasiones su nombre abría el cartel del filme, pero su presencia ha sido fundamental en muchas de esas películas hasta congraciarse con un público que ha sabido premiarle su excelente proceso de maduración artística.
Esa madurez cinematográfica abarca ya, también, el terreno de la dirección, en el que se estrenó hace unos años con
Pollock y al que ha vuelto este 2008 con
Appaloossa, un western desde el que reivindica y dignifica la grandeza del género apoyado en un buen relato y en un reparto masculino más que notable -reconozco la valía interpretativa de Renné Zellwegger, pero desde hace un tiempo para acá no puedo con ella, y no encuentro los motivos que han podido seducir a Harris para elegirla antes que a otra actriz, incluso con menos nombre que ésta-. No es una película perfecta, no es una obra maestra, pero posee numerosos atributos que hacen de la misma un filme especial, que se crece desde la excelente descripción y definición de cada uno de los personajes, que por sí solos, sin necesidad de ningún escenario típico, acumulan las claves históricas y sociales de una época y un territorio concreto, el del salvaje oeste, donde ni era tan fácil matar ni exponerte a diario ante la muerte. Harris da vida a un "pacificador" al que contratan en un pueblo cercano a la frontera mejicana para imponer la ley ante los abusos ejercidos por los hombres del ranchero más poderoso de la zona (Jeremy Irons) -un tipo que, además de sus abusos de poder y muy mala leche, posee muy buenas maneras y una cultivada formación cultural-. A Harris lo acompaña un joven pistolero (excepcional otra vez Viggo Mortensen) que le cubre las espaldas con su rifle del calibre 8 y que busca su lugar en el mundo, la forma de "expandirse".
Harris, como buen actor, saca todo el partido posible a unos personajes plagados de detalles y diferentes perfiles, pero no porque le interese más la faceta interpretativa, sino porque entiende que es en ellos donde se concentra toda la verdad y la grandeza de esta historia, porque son ellos los que desprenden los valores y la esencia del mundo que quiere retratar, lo que, en definitiva, no viene sino a manifestar esa ansiada madurez de todo creador y que hace inevitable, en este caso, las referencias a Clint Eastwood, el maestro a cuyas órdenes tuvo la oportunidad de ponerse (
Poder absoluto) y valedor absoluto de la supervivencia del western entre las nuevas generaciones gracias a la magistral
Sin perdón. Es aventurado y osado afirmar o suponer que Harris pueda tomarle el relevo al respecto, pero su contribución al género constituye una declaración de intenciones admirable, pese a carencias tan evidentes como las de una banda sonora rancia y un montaje descuidado.
Por cierto, ya que hacemos alusión a Clint Eastwood, hace unos días anunció que dejaba la interpretación para dedicarse de lleno a la dirección (tiene ya 77 años). Lo ha hecho con motivo de su última película, Gran Torino, que se estrena en Estados Unidos estos días, justo cuando llega a nuestro país su anterior trabajo, El intercambio. Lo cierto es que el rodaje de Gran Torino ha estado rodeado de cierto misterio, ya que se suponía que era su última película como actor y que podría hacerlo encarnando una vez más a Harry Callaghan, puesto que el Torino era el coche del famoso detective. Pero todo quedó en leyenda urbana: Eastwood encarna a un veterano de guerra que asume las funciones de pacificador y protector en su barrio ante los asaltos de bandas juveniles.