Se cumple este año medio siglo de una de las películas de terror más emblemáticas de la historia del cine, el Drácula dirigido por Terence Fisher en 1958. No obstante, dicho así, da la sensación de que se simplifican las cosas. Y es que hablar de esta versión del clásico de Bram Stoker implica extender una amplia red donde prender los nombres e hitos vinculados a esta modesta producción británica, entre los que hay que citar, en primer lugar, el de la productora que la hizo posible, la Hammer, a continuación el ya reseñado de su director, Fisher, en tercer lugar el de su pareja protagonista, Peter Cushing (como Van Helsing) y Christopher Lee (como el conde Drácula) y, por supuesto, el de un estilo característico, tanto desde el punto de vista del fondo como de la forma, que llevó a la compañía a liderar el cine de terror de bajo presupuesto durante dos décadas y pese a la progresiva decadencia en la que fueron incurriendo sus últimos títulos, desde los que se seducía al público con un acrecentado contenido erótico y mezclas caprichosas, como la de Kung Fu y los siete vampiros de oro, mezcla de cine de terror para adolescentes con el de artes marciales, en la que un inmortal Peter Cushing/Van Helsing hacía frente a un grupo de vampiros orientales acompañado por un grupo de estudiantes.
La Hammer, fundada a mediados de los años 30, tuvo que esperar hasta 1956 para obtener su primer título de reconocimiento internacional, La maldición de Frankenstein, dirigida por Terence Fisher y en la que ya se formó un equipo cuya continuidad y fidelidad permitió fraguar una serie de películas excepcionales y a las que sólo el paso del tiempo ha mermado de algunas facultades, aunque no de las esenciales. Bajo la supervisión económica de Michael Carreras -nieto de uno de los fundadores de la compañía, Enrique Carreras-, el Drácula de Fisher era la tercera gran incursión del cine en el mítico personaje tras el Nosferatu de Murnau y el Drácula de Tod Browning y la primera realizada en color. A nivel argumental, la película sintetiza, casi de forma extrema, el original literario para amoldarlo a sus posibilidades económicas, sobre todo en lo relativo a la ubicación y proliferación de los escenarios, pero solventa sus carencias con la más que explícita sensualidad que desprende el elenco femenino, con la contraposición de fuerzas representadas en la enigmática y sobrenatural figura del conde y en la decidida, moderna y valiente del doctor Van Helsing, y con un notable sentido del humor que permitió, en su día, aliviar la asfixiante angustia de los primeros espectadores que sucumbieron ante la por entonces aterradora encarnación del mal en la piel de un sobrecogedor Christopher Lee. Como decía, la película ha ido perdiendo más vigencia que fuerza con el paso de los años, aunque no a causa de ella, sino a los condicionantes narrativos que el más reciente cine de terror e, incluso, las posteriores versiones inspiradas en Drácula, han terminado por inculcar en nosotros como espectadores contemporáneos. Pese a todo, no ha habido versión que haya igualado los últimos cinco minutos, excepcionales, de esta imprescindible película: la persecución de Drácula hasta su castillo y el definitivo enfrentamiento entre el conde y Van Helsing en el salón principal alcanzan unas cotas de épica y suspense imborrables, rematadas de forma magistral cuando Peter Cushing se desprende de su opresor, atraviesa la estancia sobre la gran mesa central, salta sobre el cortinaje para arrancarlo y dejar caer la luz del sol sobre el vampiro y, a continuación, recoge dos candelabros para formar una cruz con la que rematar al no muerto. No es, por cierto, ni la única obra maestra de la Hammer ni el único final grandioso previsto en uno de sus guiones. Un par de años más tarde, Jimmy Sangster, autor de la adaptación del famoso Drácula, volvió a hacer lo propio en Las Novias de Drácula, en la que Peter Cushing volvía a derrotar, en este caso, a un descendiente del propio conde, sometiéndolo bajo la sombra de la cruz formada por las aspas de un viejo molino (Christopher Lee no formaba parte del elenco del filme y era David Peel el encargado de dar vida a su sucesor, el barón Meinster, un noble al que su madre oculta celosamente en palacio consciente de la maldición que pesa sobre él. No obstante, la presión de la Universal y el más que previsible acierto en taquilla llevó a la Hammer a resucitar a Lee como Drácula e inaugurar una nueva serie de enfrentamientos con Cushing que tuvo su punto de partida en Drácula, príncipe de las tinieblas).
Tras el Drácula de Fisher y la Hammer sólo merecen ser distinguidas las versiones que sobre el personaje realizaron, en este orden, John Badham (1978) -posiblemente, la más aunténtica adaptación de la obra de Stoker-, Werner Herzog -en su peculiar revisión del clásico Nosferatu de Murnau- y Francis Ford Coppola (1992), sin embargo, ninguna de ellas ha logrado alcanzar la significación popular de la primera, del mismo modo que ni Frank Langella, ni Klaus Kinski, ni Gary Oldman, adquirieron el estatus atesorado por Christopher Lee cuando lucieron capa y colmillos.