Una de las películas del oeste que sigo recordando con emoción desde la infancia es Tierra de audaces, en la que Henry King ofrece una particular visión sobre las andanzas de los legendarios bandidos y pistoleros Frank y Jesse James, a los que dieron vida Henry Fonda y Tyrone Power, respectivamente. Rodado en 1939 (el mismo año que Lo que el viento se llevó), fue uno de los primeros westerns en utilizar el color -de tonalidades excepcionales- y sus buenos resultados en taquilla dieron pie a una segunda parte, La venganza de Frank James, dirigida en 1940 por Fritz Lang. El público se había quedado con ganas de ver al cobarde de Bob Ford (interpretado por el genialmente desagradable John Carradine) detenido y ajusticiado tras haber asesinado a Jesse James por la espalda y en su propia casa, y los estudios pusieron a Henry Fonda tras sus pasos para completar una de las narraciones más populares del lejano Oeste -que ya no lo era tanto a finales del siglo XIX-. El paso del tiempo, es cierto, ha dejado en evidencia el rigor histórico de sus respectivos guiones, aunque lejos de mermar la asumida calidad de ambos trabajos, la situación no hace sino propiciar un interesante debate acerca de la habilidad y de la necesidad del Hollywood clásico de construir sus propios mitos a partir de una confabulación con el público que hoy día ha desaparecido. Y una buena prueba de ello llega encarnada por la última versión sobre las andanzas de los mismos pistoleros, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, una muy interesante película, y muy rigurosa, que pone en evidencia la voluntad de los creadores actuales de distanciarse de los esquemas narrativos más trillados, aunque ello suponga satisfacer exclusivamente a las minorías y desviarse del concepto fundamental del cine como instrumento de entretenimiento.
Las tres películas cuentan la misma historia, salvo que las dos primeras lo hacen desde el punto de vista del espectáculo, de la afinidad con el espectador, y la tercera lo hace desde una lograda introspección a partir de datos verificables, con vocación documental, desmitificadora, y un discurso que, por otro lado, la destierra del propio género: llevan pistolas, es el oeste, pero no es una del oeste. El planteamiento de Henry King, por ejemplo, resulta proverbial a la hora de poner al espectador del lado de la pareja protagonista: los hermanos James viven apaciblemente con su madre en un pequeño rancho hasta que la compañía del ferrocarril les expropia sus tierras y los expulsa de forma prepotente. Añadan a eso que el más pequeño de los James es Tyrone Power y que la banda con la que asaltan las diferentes líneas del tren es fruto de un acto de venganza contra los opresores, y no cabrá duda de que Jesse James no se merecía tan mala fama. Aparte de eso, Tierra de audaces es de una fluidez narrativa ejemplar, reforzada desde la intensidad con que se van desarrollando las diferentes secuencias hasta el memorable final de John Carradine (su rostro lo dice todo) disparando a traición al protagonista.
La venganza de Frank James, bajo la dirección de Fritz Lang, ahonda en los mismos conceptos, incluso con leves toques de humor negro, hasta saciar al espectador con el esperado enfrentamiento entre Henry Fonda y el citado Carradine. El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford demuestra que muy poco ocurrió tal y como contaba el título anterior -ni Bob Ford tenía los desconfiados rasgos de Carradine, más bien lo contrario, ni Frank James tenía el cuerpo para persecuciones-; sin embargo, la película de Lang conserva intactos los valores de un tipo de cine que fue haciéndose grande a medida que conquistaba a más espectadores, a medida que los hacía partícipes de sus fantasías y misterios por medio de la evasión, forjando una auténtica pasión cinematográfica entre generaciones de todo el mundo de la que adolece buena parte del cine que se hace hoy día.
Tomenlo, en cualquier caso, como divagaciones o pensamientos en voz alta que me han surgido a partir de la película de Andrew Dominik (El asesinato de Jesse James...), un título que hay que afrontar con cierta calma y buena voluntad -más de dos horas y media sin apenas acción- para asumir el deleite de una propuesta muy personal que se crece a partir de la inteligente mirada de su director y la precisión de los detalles con que rodea cada secuencia y escena, desde el crujido de los suelos de madera hasta la sensacional banda sonora de Nick Cave. De Tierra de audaces -han pasado ya 70 años- sólo permanece el recuerdo y la añoranza por el viejo cine capaz de enaltecer el ánimo.
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