Por circunstancias que no vienen al caso, he terminado viendo en la misma semana Crepúsculo y Déjame entrar, las más recientes aproximaciones cinematográficas al mundo de los vampiros. No esperaba nada de la primera, entre otras cosas porque tiene poco que ofrecer, apenas si tiene entidad para presumir de episodio piloto para serie de televisión; es lo que tiene la evolución de los tiempos y la injerencia de las modas sobre el valor intelectual de un regalo. A mi edad, con 12 años, nos regalaban el Drácula de Bram Stoker o La isla del tesorode Stevenson; ahora, a los que tienen 12, les regalan Crepúsculo o lo último de Harry Potter. Ni punto de comparación. Déjame entrar también se basa en una novela, de terror, de la que es autor el escritor sueco John Ajvide Lindqvist. Dudo que repose en las estanterías de millones de adolescentes de todo el mundo junto a la saga de Stephanie Meyer, pese a que la espina dorsal de su historia comparta algunos puntos argumentales con Crepúsculo, de la misma manera que su adaptación cinematográfica tampoco será un fenómeno de masas, entre otras cosas porque no se dirige a un espectador pasivo ni precisa de rostros modélicos para conmovernos con su amarga y enternecedora narración.
Como en Crepúsculo, un humano y un vampiro, vecinos de una fría y apartada ciudad, comparten amistad y caricias, salvo que la historia transcurre en los años setenta, en Suecia, los protagonistas son niños -de 12 años- y el vampiro, en este caso, es ella. El niño se llama Oskar (Kåre Hedebrant), vive en un piso con su madre divorciada y atemorizado por el acoso al que es sometido en el colegio por el cabecilla de la clase. La niña se llama Eli (Lina Leandersson), acaba de mudarse a su misma planta -viven pared con pared- acompañada de un hombre -todos suponen que es su padre- que hace las veces de guardián protector -cubre las ventanas para evitar que entre el sol, le procura sangre fresca para evitar que salga de caza...-. Una noche coincide con Oskar en el parque y surge entre ellos cierta complicidad forjada por el encuentro de dos niños apartados/marginados por la sociedad, cada uno de ellos por unas circunstancias especiales. Los encuentros se van prolongando y desembocan en las visitas nocturnas de la niña al dormitorio de Oskar, forjando una de las más hermosas y amargas historias de amor que se hayan visto en mucho tiempo en el cine.
Tomas Alfredson, director de la película, no sólo logra captar con toda la emoción descarnada la entrañable amistad entre los niños, sino que ahonda en las particulares miserias de cada uno de ellos para reivindicar la vinculación que han establecido y el sacrificio diario que supone seguir adelante sin quebrantar sus identidades, conscientes de que el afecto y respeto que se profesan es lo único que los hace fuertes frente al mundo exterior. Alfredson presta asimismo una enorme atención al contexto climatológico, a ese escenario nevado que parece congelar a su vez los instintos humanos de los personajes adultos y, por supuesto, combina sin estridencias la poética composición de las secuencias entre la pareja infantil con la sangrienta transición de estados sobre las que evoluciona este memorable romance para adultos protagonizado por niños.