No sólo Blas Infante

Publicado: 01/09/2019
Autor

Rafael Sanmartín

Rafael Sanmartín es periodista y escritor. Estudios de periodismo, filosofía, historia y márketing. Trabajos en prensa, radio y TV

Patio de monipodio

Con su amplia experiencia como periodista, escritor y conferenciante, el autor expone sus puntos de vista de la actualidad

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Los que sufren una tara son otros, quienes acusan de tarado a quien tiene la lucidez de adelantarse a su tiempo y prever movimientos...
Seguro. No es el único. Todos tenemos tara. Pero otros tienen taras, en eso se equivocó Polavieja. Por cierto, que es una tara llevar semejando apellido en un personaje que piensa y se expresa como él. Y “el que tenga oídos para oir que oiga”. Oiga: o quien tenga entendederas para entender que entienda. Después de todo el condecorado general, aplaudido en Barcelona, apostó por la “regeneración” junto a Costa. Habría que ver que contienen las palabras para quien las usa; debe haber una RAE en cada españolito “que vienes al mundo… etc.” Todos tenemos una tara, pero los andaluces dos. Ya lo largó Machado, D. Antonio, aunque no fuera eso lo que quería decir. Evidente es la regeneración que necesita el Estado. Pero, como no se regenera lo que está generado, ni lo que no está degenerado, hagamos abstracción de opiniones vacías de documentación, vamos a ponernos serios y entendamos “regenerar” como resolver, resucitar, recuperar, reparar. Sobre todo reparar, arreglar, mejorar.


Ahí están las taras. La tara es un peso, una carga; las taras también, pero antes que un peso es una falta, una falla, un defecto. Blas Infante, como andaluz -y buen andaluz- tenía llevaba a cuestas una tara, como todos los andaluces, incluso los que no se dan cuenta o no quieren darse cuenta. Los que sufren una tara son otros, en especial quienes ven la paja en el ojo ajeno, quienes acusan de tarado a quien tiene la lucidez de adelantarse a su tiempo y prever movimientos, y reclamar soluciones que cien años después siguen siendo válidas y, lo que es peor, igual o más necesarias. Ya es llevar tara, ya es un peso a cuestas, ser capaz de ver más allá del tiempo y del espacio, para avisar a quienes sus taras no le permiten ver más allá de su, no ya inmediatez, más que eso, su obsesión por mantener el mundo detenido en un tiempo tan “dinámico” como el de la “Santa” Inquisición. El de “pero se mueve”, o el de “que inventen ellos, que nosotros nos aprovecharemos de sus inventos”.


Eso sí es una tara, sinónimo de defecto. La tara, de soportar, de tener que soportar las taras de los demás, eso es un dolor. Un sacrificio. Porque después de estudiar, de descubrir y reclamar derechos, todo lo que le acusan es de “haberse islamizado”, apreciación la más falsa, porque reconocer y admirar los valores de una cultura no conlleva islamización. A lo mejor algún tarado preferiría no haber conocido la Alhambra. O la Mezquita. O la Aljafería. O Gibralfaro. O la Giralda. (“Hay gente pa tó”), pero vaya cómo lo… lo tarado que debe ser quien es capaz de acusar a una persona por admirar una cultura, hasta el punto de estirar la acusación hasta “haberse hecho islámico”. ¿Y qué? ¿Qué habría pasado si se hubiera convertido? Y esto también va dirigido a los conversos interesados en confundir y afirmar la misma absurdez, porque quiso conocer el lugar donde reposan al Mutamid e Itimad. Pues, sépanlo, tarados de todo el mundo: si admirar la cultura y la poesía de al Andalus y de la pareja que reposa con su hijo en un “morabito” en Agmat, es igual a ser musulmán, habría que hacerse musulmán. Por coherencia y amor a la cultura. Si así fuera. Pero ténganlo claro: mienten quienes lo afirman lo digan por una razón o por la contraria.

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