Mika es un tipo singular, de carisma arrollador, que mira a los ojos de su interlocutor y le hace creer en lo que dice.
Mika es un tipo singular, de carisma arrollador, que mira a los ojos de su interlocutor y le hace creer en lo que dice. Por eso, cuando se confiesa “liberado” tras publicar su segundo álbum, The boy who knew too much, no queda otra que asentir ante la veracidad que desprenden las palabras del cantante británico.
“El tiempo me apremiaba para hacer este segundo álbum”, explicaba esta semana el intérprete en un encuentro con periodistas en Madrid. Como si de pasar una página de su carrera se tratara, Michael Holbrook Penniman considera que su nuevo disco le otorgará “una base refrescada sobre la que trabajar en el futuro”.
No es que vaya a abandonar el pop glamuroso y pegadizo, ese que le ha convertido en artista de masas con temas como Relax, take it easy o Grace Kelly y que expresa su lado “más naif y timburtoniano”, pero lo cierto es que terminar esta etapa le dará “más libertad para hacer lo que quiera” en sus composiciones.
De momento, y en lo que respecta a The boy who knew too much, Mika ha vuelto a apostar por esa enigmática mezcla que, aunando melodías alegres y temáticas oscuras, bien se podría denominar como azúcar amargo: “Creo que el equilibrio entre algo oscuro y algo que te da esperanza es realmente interesante”, concluye el artista nacido hace 26 años en Beirut.
Declara Mika que “emociones como el amor, el odio, la alegría o la tristeza” pueden parecer “normales” para el común de las personas. Sin embargo, el arte es capaz de elevar los sentimientos a “un nivel de hiperrealidad” y convertirlos en “algo mucho más impresionante”. “Creo que ese es el secreto de mucha música pop”.
Y ahí retoma Mika el concepto que inunda su último trabajo discográfico, la adolescencia, continuación de esa infancia que había retratado en Life in cartoon motion. “Esa actitud diablesca que combina enfado y alegría es muy reactiva, no sabes por dónde va a salir, y eso es muy de adolescentes”, afirma.