Sobre la mesa de mi escritorio siempre hay un lugar especial en donde posarse mi viejo diccionario. Luce sus gastadas hojas que el roce con la piel de mis manos le ha condicionado. Este “manoseo cultural” tiene aires de amor, luz erudita y una esencia científica, suave brisa, que agrada y supera las ansias de saber. No sé por qué le he abierto espontáneamente esta mañana. El primer vocablo con el que me he cruzado ha sido la palabra invisible que define así a aquellos organismos o cosas que no son visibles a simple vista. Sabia definición. Todas las cosas tienen su clara visibilidad, si no, no habría diferencia entre ellas, lo que ocurre es que la retina del ser humano y de todos los organismos vivos, aún ayudados por la actual microscopía electrónica, no tienen capacidad para observar todo lo que el planeta -y el universo- le está mostrando. De ahí nace otro concepto, otra palabra, misterio. Los hechos continuarán siendo misteriosos mientras no haya un saber y una visión que los identifique plenamente. Pero en camino paralelo y, por lo tanto, distanciado de la ciencia hay un campo diferente de poder observar estas circunstancias ininteligibles y secretas en la actualidad al saber humano, la visión infinitamente superior a la ultramicroscópica que posee la creencia y la fe.
En el viejo banco del “paseo marítimo” frente al mar ha ido a sentarse el abuelo. La lánguida y sonora tarde que Manuel Machado había observado en su tiempo hoy parece repetirse. El sonido de las olas, dan voz al mar ante el crepúsculo. Mira el anciano el horizonte donde el día no queriendo morir, oponiéndose inútilmente a ceder ante la previsible oscuridad, con garras de oro de los acantilados se prendía. Belleza y éxtasis mostraron su sublime presencia. Al abuelo se le vinieron a la memoria los rezos aprendidos en la escuela y la creencia e inocencia del alma de niño, que siempre prevalece, aunque los años la hagan sumirse en un profundo sueño, despertó y vio como en el horizonte más lejano, un cuerpo de mujer vestida con los atuendos propios de su época se elevaba en el aire y, finalmente, su visión se perdía al adentrarse en el espesor azul del firmamento. Su seno al mar alzó potente para poder finalizar la tarde y el sol consciente de que su resistencia sería inútil, hundió en las olas su dorada frente, como si de un soberbio lecho se tratara, desdibujado y ya sin contorno, en un brasa cárdeno deshecho.
La situación tenía aires de insólita, ya que ninguno de los transeúntes de aquel espacio de playa, insinúo ni siquiera un guiño hacia las alturas u horizonte. El abuelo había visto con los “ojos del alma” lo que la visión de los demás no alcanzaba, la imagen de María Inmaculada.
Sintió que su pobre cuerpo dolorido por la degeneración que a los tejidos de la edad, notaba una sedación y libertad de movimientos, ya tiempos desaparecidos. Su triste alma lacerada por las ausencias que da la vida y por el desengaño de tanto cuento y fraude como hay que digerir a lo largo de los años, había sonreído de gozo aquella tarde. Su yerto corazón herido encontraba el camino de la cicatrización que toda creencia facilita y su amarga vida fatigada en algunas ocasiones, la supo olvidar desde ese mismo momento, ante el dulce gozo de la extraordinaria visión de aquella tarde.
Desde aquel día el abuelo no ha olvidado su visión frente al mar y ha guardado como un tesoro no compartido lo que observó aquella tarde, pero ha roto su secreto para descubrírselo solo al mar amado, al mar apetecido. Y ha aprendido que tanta duda y tanto pensamiento laico, progresista, presumido y seudointeligente no merece la pena dedicarle tiempo alguno, sino como dice la terminación del soneto machadiano, solamente el mar, el mar y no pensar en nada.
Era una tarde gris triste y sufrida del 7 de diciembre de 1585. Cinco mil hombres se encontraban sitiados en la cima del pequeño montículo de Empel de la isla de Bommel en los Países Bajos, único lugar que la intensa lluvia y el sofocado viento como Dana actual, había dejado emergido. El frío era sobrecogedor. El jefe Francisco Arias de Bobadilla arenga a sus soldados del Tercio Viejo de Zamora, extenuado y perdido de confianza, a que no admitan la deshonra de la rendición y elijan mejor morir dignamente. Se cavan trincheras. A uno de los soldados le tropieza su herramienta con un objeto de madera, en medio de aquella tarde silenciosa y oculta a la luz. Era una tabla flamenca con la imagen de la Inmaculada Concepción. Se coloca el cuadro en un altar, se venera y se considera que es una señal divina para seguir luchando. Lo cierto es que el frío y el viento helaron el agua y las tropas caminando sobre este suelo no esperado lograron en la mañana del 8 de diciembre de aquel año vencer al enemigo, cuyo almirante dejó decir una frase de profundo convencimiento: Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro. Pero la mediación la llevó a cabo la Inmaculada Concepción que desde entonces pasó a ser Patrona de los Tercios de Flandes e Italia. El hecho se dio a conocer como “el milagro de Empel”. En 1892 la Reina Regente Doña Cristina le dio el Patronazgo Oficial sobre la infantería española.
Corre el mes de diciembre. La vida sigue, esa es la verdad, aunque creamos que con cada año va a comenzar una nueva. El mes finaliza con tiempos de dogma. La Navidad mientras seamos capaces de mantener esta nominación, es sinónimo de nacimiento del Hijo de Dios y de un nuevo misterio, que no acertamos a comprender, el de la “Encarnación”. El festejo ha tomado aires paganos y gastronómicos, aunque el núcleo central siga siendo, al menos por una amplia minoría, religioso, El ser humano sigue sin saber a ciencia cierta cuál es su verdadera meta y lo malo es que ahora no goza ni siquiera en lo que siempre fue un verdadero encanto y seducción: los caminos a andar para llegar a la misma, pero entre tanto jolgorio, no estaría de más apartar un pequeño tramo de tiempo para pensar en que el misterio y el milagro al igual que la vida siguen existiendo y que la poesía -que ahora se mueve en una libertad absurda- eleva más nuestra ánima -o alma- que los absurdos mítines progresistas que desgraciadamente tenemos que escuchar.