En cierta ocasión, Spinoza dijo que la idea de círculo no es redonda y Althuser, siguiendo el juego, añadió que el concepto de perro no ladra. Si continuamos tras los pasos de estos filósofos concluiremos que la política en España es confusa. Manuela Carmena, exalcaldesa de Madrid, decía recientemente en la Cadena Ser que casi la totalidad de los jóvenes, en una encuesta realizada por el Ayuntamiento, expresaron su convencimiento de que los políticos únicamente aspiraban a ganar dinero. Es decir, si nos apoyamos en las teorías de Althuser aplicadas a ese sondeo, la política ladra.
España vive desde 2015 una inestabilidad política sin precedentes en democracia. Desde la investidura fallida de Pedro Sánchez, el pasado 25 de julio, e incluso antes, más que la idea de pacto parece imponerse la intención de culpar al otro de la falta de acuerdo. Se trata de ganar lo que ahora denominan “el relato”. Porque la política, tan destructiva cuando se emplea mal, hace daño en todas direcciones: también al lenguaje. Un relato ha sido siempre un cuento de Oscar Wilde, o de Jorge Luis Borges (aunque en este caso el autor está mal traído para lo que trata de defender este artículo porque Borges exclamó en cierta ocasión: “¡Qué maravilla la idea de un mundo sin Gobiernos!”). La realidad apunta a que España necesita un Ejecutivo fuerte para hacer frente no sólo a los desafíos internos -que son importantes-, sino también a los externos. Boris Johnson y Donald Trump dan la impresión de que no existen como políticos, sino que simplemente son unas personas estrafalarias -de una simplicidad peligrosa y perversa- que interpretan a políticos desde el ámbito de la caricatura. Como hacía Fernando Esteso en los 90. El teatro actual pide al cómico no tanto la pericia con las ideas, sino imitar la vida. En eso consisten Boris Johnson y Donald Trump: en una deficiente imitación de la política.
Tal vez en España no resulte especialmente positivo en este momento añorar el pasado, ese tiempo en que había políticos comprometidos con sus ideas y con el país, dispuestos a renunciar a parte de esas ideas en busca de consenso. Por el bien común. Sin intereses personales. Porque la impresión es que los tiempos actuales son mediocres. En los años 80 existía la guerra fría Wahsington-Moscú, que John le Carré plasmó en sus novelas. Y ahora lo que hay es una guerra fría Moncloa-Galapagar. Efectivamente surge cierta sensación de decadencia.