El sexo de los libros

Dino Buzzati: 'El desierto de los tártaros'

  • Dino Buzzati
El desierto de los tártaros (1940), del italiano Dino Buzzati (1906-1972), es una fábula sobre el destino del hombre en clave de tragedia moral. Buzzati construye una narración acerca del fatídico ilusionismo que preside la existencia humana y del despropósito que implica toda búsqueda de explicación de una realidad caótica e indescifrable. Los influjos de Poe, del surrealismo y, sobre todo, de Kafka, son verídicos; pero Buzzati aporta unos innegables elementos de originalidad estilística y un específico método argumental con los que logra prodigiosos efectos de atmósfera y sugestión. El contingente militar de la quimérica Fortaleza Bastiani espera el ataque de un enemigo que nunca llega: “En el sueño hay siempre algo absurdo y confuso, uno no se libera nunca de la vaga sensación de que todo es falso, de que de un momento a otro tendrá que despertarse. En el sueño las cosas jamás son límpidas y materiales, como aquella desolada llanura por la que avanzaban escuadrones de hombres desconocidos” (capítulo XIV).


Lo del enemigo que nunca llega es una fantástica truculencia. El enemigo llega pero no sabemos lo que esto desencadena en una dimensión fáctica. Ese inverosímil ejército del Estado del Norte, cuyo anhelado ataque ha sido una obsesión para la Fortaleza a lo largo de toda la obra, es un ejército demasiado prudente que tal vez prefiere ser una amenaza infinita antes que exponerse a la incógnita de una batalla que podría derivar en un espectáculo hardcore. En el mencionado capítulo XIV, la aparición de los adversarios se disuelve en una falsa alarma. En el capítulo XXVII, cuando Drogo tiene cincuenta y cuatro años y es ya comandante, el ejército del Norte por fin se hace presente. Ahora va en serio: “los enemigos se agolpaban bajo el último escalón ante la Fortaleza; por la carretera de la llanura seguían descendiendo tropas y bagajes”. Entonces, los integrantes de la guarnición de la Fortaleza experimentan “una suspensión en los ánimos, entre alternos soplos de miedo y de gozo”. Pero Buzzati no refiere nada sobre el presumible enfrentamiento, el cual queda en el aire. Puede que lo hubiera; puede que no. Pudo tratarse de un amago, de una maniobra exhibicionista, de un alarde de poderío. Desde luego, a la Bastiani son enviados, como refuerzos, dos regimientos: el 17º de Infantería y otro que incluye un grupo de artillería ligera; aparte de un batallón de mosqueteros.

La visión del asalto enemigo pudo ser un espejismo o el producto de una impresionante operación de hipnosis colectiva, como la que Cocteau describe en Thomas el impostor (1923):

‹‹El doctor Verne [director de una casa de reposo en París] era espiritista. Descuidaba la numerosa clientela en manos de los especialistas de primer orden agregados al establecimiento.
Verne, de quien se sospechaba que bebía, se encerraba una parte del día en su despacho, antigua conserjería que daba al patio, y, desde allí, hipnotizaba al personal.
—“Cojee” —ordenaba a uno—. “Tosa” —ordenaba al otro. Nada le divertía más que esos ridículos fenómenos. Astutamente había adormecido a casi toda la casa, y los pacientes, desde entonces bajo su influencia, se convertían en sus víctimas››.

Treinta años ha pasado Drogo en la Fortaleza esperando la guerra y la gloria. Cuando se materializa la oportunidad para culminar brillantemente su carrera de soldado, Drogo es un hombre viejo y enfermo, por lo que es obligado, aunque se resiste, a dejar la Fortaleza y volver a una ciudad cercana donde tiene su casa (capítulo XXVIII). Pero Giovanni Drogo morirá en la habitación de una posada sin consumar el regreso. En esa posada se le caen de golpe los palos del sombrajo (capítulo XXX): emerge entonces el exacto sentimiento de haber fracasado en su vida; el abismo de la soledad; el definitivo adiós a todos los sueños y deseos: “estaba solo en el mundo y, salvo él mismo, nadie más le amaba”. Imaginen todo el repertorio de frustraciones característico de la mentalidad burguesa.

Lo que sucede en El desierto de los tártaros concierne a la estricta realidad; es decir, a la angustia cotidiana que llena el tiempo anterior a la muerte. Giovanni Drogo, protagonista de la novela, ambiciona la realización de un acto que otorgue un significado a su vida. Sin embargo, y a pesar de la indiscutible deuda con Kafka, el oficial Drogo no es un mero calco del enigmático agrimensor K., esa sombra que, víctima de una tuberculosis psíquica, se debate en medio de una irracionalidad configurada por una causa de raíz esencialmente política. El desesperante K. y el desconcertado Drogo son, sin lugar a dudas, parientes; pero no es fácil determinar en qué grado. Las escrituras que los representan son muy disímiles. Kafka necesita una morosa densidad para narrar El castillo (1926), lo que constituye, en este caso concreto, un acierto literario, ya que dicha técnica proporciona un estratégico ingrediente de coherencia en relación con el contenido novelesco. Buzzati, por el contrario, necesita una gran agilidad y una extraordinaria fluidez para contar el fraude castrense de la Fortaleza Bastiani, sin que ello entrañe merma alguna de la consistencia narrativa. Lo más importante es destacar que tanto K. como Drogo son seres absolutamente corrientes que afrontan situaciones más o menos complicadas pero frecuentes en la vida diaria, a pesar del considerable revestimiento metafórico de ambos relatos. Hay que resaltar que El desierto de los tártaros es una historia concluida y con un cierre perfecto.

K. y Drogo cohabitan en el círculo más infernal de la escolástica burguesa: allí donde la conmoción axiológica promueve el confusionismo en un ambiente anorgásmico. El castillo y El desierto de los tártaros son textos que revelan críticamente la mortal frigidez propia de un modelo de conciencia basado en el mito de la propiedad y en la supremacía del dinero. Son libros que poseen un alto grado de pedagogía y eficacia catártica.

Así expone Kafka, en el capítulo 20 de El castillo, el engañoso perfil del impertinente señor K.: “Era agrimensor, lo cual acaso fuese algo; había aprendido, pues, alguna cosa; mas si uno no sabe para qué ha de servirle, tampoco esta cosa de nada le vale”. Pero K. es un hombre con pretensiones; y esas pretensiones le llevan a actuar como alguien que se enerva y contraataca, aunque de manera bastante tosca y desatinada. Es un tipo conflictivo: “Uno que siempre lo trastrueca todo, la ley tanto como la más común de las consideraciones humanas”. Su rebeldía es real, pero tan descompuesta que está condenada al fracaso. Si esa condena tiene algo que ver, o no, con la predestinación, es asunto insoluble. La producción literaria de Kafka se centra mucho más en el sentido común que en esas presuntas motivaciones que han propiciado tantos malabarismos teosóficos y psicoanalíticos. Puestos a divagar, una mayor garantía hermenéutica hubiera suministrado la Patafísca de Jarry, es decir, la “ciencia de las soluciones imaginarias”.

El temperamento de Giovanni Drogo es de otra índole. Dubitativo, inseguro y vacilante, Drogo se aferra a su voluntad pero con mucha menos energía que el agrimensor. Su disputa con Simeoni (quien le ordena dejar la Fortaleza) es patética: inmediatamente adivinamos que aceptará salir de la fortificación justo en el instante ansiado a lo largo de tres décadas. Pero antes incluso de esta escena Drogo es un hombre no sólo fracasado sino que, además, ha asumido con plena conciencia su irreversible fracaso. A pesar de ello, la imposición de Simeoni le provoca un residual arrebato de cólera: “Una ira tremenda se arremolinó en el pecho de Drogo. Él, que había tirado las cosas mejores de la vida para esperar a los enemigos, que desde hacía más de treinta años se había alimentado con aquella única fe, ¿y le echaban precisamente ahora, cuando por fin llegaba la guerra?”.

En los capítulos XVIII, XIX y XX, Drogo había bajado a la ciudad con las intención de solicitar otra plaza y desengancharse, tras un cuatrienio de permanencia, de la Bastiani. Un absurdo problema burocrático se lo impedirá. Su reencuentro con Maria Vescovi, hermana de su amigo Francesco, a la que conoce desde la infancia y de la que teóricamente está enamorado, acaba en un mutuo desengaño. En el plano afectivo, Drogo ya ni sabe ni contesta. Se hunde en la lasitud, en la apatía. Después de sus fallidas gestiones para ser trasladado a otro destacamento, renace en él su insuperable adicción a la Fortaleza, a la que se reintegra igual que un opiómano opta por continuar con su vicio: “En el fondo de su alma hay incluso una tímida complacencia por haber evitado bruscos cambios de vida, por poder volver tal cual a sus viejos hábitos”. Drogo es una encarnación del cogito agustiniano: si fallor, sum (si me equivoco, existo).

El último capítulo es el XXX: la cifra de los años inútiles. Drogo, expulsado de la Bastiani, se ha detenido en una posada para descansar. Sabe que no llegará a la ciudad y que no traspasará el umbral de su casa. La novela de Buzzati, que otorga un amplio campo a la subjetividad, concluye, no obstante, en un happy end. O casi. En la posada, y una vez desvanecidas todas las esperanzas, surge, ante un Giovanni Drogo anímicamente deshecho, la última expectativa de justificación existencial: “osaba imaginar que no todo estaba terminado; porque quizá había llegado realmente su gran oportunidad, la definitiva batalla que podía compensar toda una vida”. Una vida que “se había reducido a una especie de broma”. El comandante Drogo hallará refugio en el erotismo tanático y en el arte de la prestidigitación; y, a través de un sucinto ejercicio de autoconvencimiento, encuentra el consuelo definitivo en un gesto tan extravagante como es el acatamiento de una muerte simple y rutinaria desde un punto de vista heroico: “súbitamente los viejos temores se desvanecieron, las pesadillas se debilitaron, la muerte perdió su rostro helador, mudándose en cosa sencilla y conforme a natura”. Lo desafortunado de este subterfugio (a la postre, un suicidio pasivo) estriba en la ingenua reivindicación del heroísmo que Drogo asocia a dicho gesto, lo cual no deja de ser una salida en falso sustentada en un concepto seudometafísico de la muerte y a su vez inmerso, emocional e ideológicamente, en una paradigmática visión burguesa (competitiva) del mundo. La misma visión que, desde una enfoque más radical, Antonin Artaud expresará en un texto, titulado Kabhar Enis, Kathar Esti, incluido en una carta a Jean Paulhan, desde el Asilo de Rodez, con fecha 7 de octubre de 1943: “Me destruyo hasta que tenga la prueba de que soy realmente yo quien soy lo que soy, y no todos ellos”. Está claro que Drogo no llega tan lejos como el autor de El teatro y su doble. Pero en ambos talantes prevalece el delirio volitivo de trasmutar, in extremis, la ineluctable derrota biológica en una espectral conquista identitaria.

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