El sexo de los libros

Max Stirner. La utopía absoluta. (Sobre 'El único y su propiedad')

Las religiones y las ideologías no son sino fantasmas, abstracciones, fábulas que sólo sirven para garantizar la perenne esclavitud de los individuos.

Toda forma de Estado merece ser odiada. Según Max Stirner (1806-1856): “Los pueblos que se dejan mantener en tutela no tienen derecho a la emancipación: sólo rechazando la tutela adquirirán el derecho a emanciparse. (...) Quien quiere quebrar vuestra voluntad es vuestro enemigo, tratadlo como tal. (...) En manos del Estado la fuerza se llama derecho, en manos del individuo recibirá el nombre de crimen” (El único y su propiedad, 1844). Como demostraría Hartmann, Stirner influyó en Nietzsche, quien, sospechosamente, jamás lo menciona como fuente. Pero será el turbulento y blasfemo  Oskar Panizza (1853-1921) tal vez su más grande admirador, dedicándole El ilusionismo y la salud de la personalidad (1895), un ensayo muy influido por las especulaciones del sofista de Bayreuth.

Max Stirner (éste era su nom de plume; en realidad se llamaba Schmidt, Johann Kaspar) fue hijo de un fabricante de flautas, pero su padre murió cuando el futuro filósofo y pedagogo tenía sólo seis meses de edad, por lo que el destino le impidió vivir, en el taller de su padre, la excitante   experiencia freudiana de divertirse en un paraíso fálico. El padrastro que después se encontró Stirner fue un farmacéutico con el que su madre se había casado en segundas nupcias.

“Yo recibo todo del Estado. ¿Puedo tener alguna cosa sin permiso del Estado? No, todo lo que podría obtener así, me lo arrebata advirtiendo que carezco de títulos de propiedad: todo lo que poseo lo debo a su clemencia”, escribe Stirner en la obra antes mencionada, en la que usa un lenguaje caracterizado por una exaltada ambigüedad que ha sido el origen de interpretaciones dispares e incluso antagónicas: desde una   lectura anarquista en el sentido clásico del término, hasta la aberrante versión del anarcocapitalismo (austroanarquismo-ultraliberalismo); pasando por el egoísmo ético, el anarcoindividualismo y otras cien formas de acracia solipsista, así como ilegalista e insurreccional (por ejemplo, la célebre Banda de Bonnot, a la que, en breve,  dedicaremos un artículo).  El único y su propiedad es un evangelio polisémico hasta la histeria que gira en torno al instinto de supremacía que subyace en todo individuo. Leer a Stirner es caóticamente estimulante; se ve que tiene razón en todo y que no tiene razón en nada; lo verdadero y lo falso se funden en una modalidad de incertidumbre particularmente lúcida, como se comprueba en la cita inicial del presente texto. La abolición del Estado es posible, pero no es real; no es real, pero es deseable; es deseable, pero no determinable. 

Las religiones y las ideologías no son sino fantasmas, abstracciones, fábulas que sólo sirven para garantizar la perenne esclavitud de los individuos. Al igual que Schopenhauer, Stirner antepone la voluntad al pensamiento, ya que “el poder egoísta cierra la boca a los pensadores”. Todo individuo se halla siempre sujeto a otro; pero ni el humanismo, ni el liberalismo, ni el socialismo son las soluciones. Idea, conciencia y especie constituyen falacias alienantes idénticas a las de la Teología. “El Yo no tiene nada que esperar de una reforma del Estado, pues la cuestión fundamental de saber cómo emplear la vida de uno no queda resuelta. Para poder ser en cada instante y en cualquier circunstancia mi propio yo, debo saberme poseer y no abandonarme jamás a los otros, a la organización colectiva de la sociedad” (Jacqueline Blondel: “El individualismo radical: Nietzsche y Stirner”, en Pascal Ory: Nueva historia de las ideas políticas, Mondadori, Madrid, 1992). La literatura de Stirner —porque Stirner es más novelista que filósofo— es un manantial inagotable de sensaciones psicopolíticamente placenteras.     

Stirner fue testigo, como más tarde lo será André Breton, de la célebre “noche de los relámpagos”, una noche —en esencia siempre la misma noche— que viaja a través del tiempo y se ‹‹aparece›› a sus elegidos, todos ellos  individuos soberanos que viven en plenitud la propiedad de uno mismo (Selbsteigentum).   


 

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