Guy Ritchie es uno de los directores británicos de los que más se ha escrito en prensa a lo largo del pasado año, aunque por cuestiones extracinematográficas: su matrimonio con Madonna incluso había dejado en segundo plano su producción cinematográfica. En este sentido, que a Ritchie se le siga recordando por dos películas en una década (Lock and stock y Snatch, cerdos y diamantes) tiene su mérito. Tal vez sea éste uno de los motivos por los que, para su regreso, haya decidido pisar terreno seguro: el de los bajos fondos londinenses con los que se manejó de forma tan acertada en Snatch.
Lo ha hecho asimismo con una película de corte coral, aunque de conceptos más ambiciosos, apuntando más alto, tanto en su denuncia de la corrupción urbanística de la City, como en la descripción de los personajes de altura que incorpora al relato -el magante ruso de la historia no sólo tiene un equipo de fútbol, sino que su parecido con Abrahamovich es más que intencionado-, aunque el resultado final es algo irregular. Lo de RocknRolla, por otro lado, es el Mcguffin de Ritchie, la excusa con la que revestir este enredado combate de ambiciones multimillonarias que son las que mueven a todos los personajes embarcados en la trama: un lobby sin escrúpulos (Tom Wilkinson) que maneja a su antojo al concejal de urbanismo para lograr las licencias necesarias para cualquier proyecto, su asesor y guardaespaldas personal -encargado de narrar en off los detalles de la historia-, un grupo de matones y delincuentes que se ofrecen al mejor postor y que pretenden sacar tajada, el citado magnate ruso, una asesora financiera (Thandie Newton) que se ha hecho adicta a las emociones fuertes, y un cantante de rock que simula su muerte y se ha hecho con un cuadro que todos andan buscando.
Ritchie, al que muchos han bautizado como el Tarantino inglés -aunque aquí flirtee con cierto aire al Steven Sodebergh menos comprometido-, demuestra que conoce y sabe retratar a la chusma de su película, aunque sus aptitudes van más allá, incluso del rodaje, hasta la mesa de montaje, donde se producen los mejores aciertos de su toque personal -la escena de sexo sin sexo de la película es su mejor ejemplo-. Autor a su vez del guión, a Ritchie hay que achacarle que no haya puesto tanto esmero en el desarrollo de las diferentes tramas como lo ha hecho en la definición de cada personaje, lo que hace que la narración decaiga en demasiados momentos. En cualquier caso, la función le permite redimirse de su ocioso reciente pasado, en el que sólo fue capaz de ponerse al servicio de su esposa para rodar una de las peores películas de la década, Barridos por la marea.
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Guy Ritchie se redime con su nuevo fresco sobre los altos y bajos fondos de Londres
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